Eduardo
Blaustein Prohibido Vivir aquí
Una
historia de los planes de erradicaciónde villas de la última
dictadura C.M. de la V.
Parte 4
Exodo.
Fue
una vecina del barrio Rivadavia la que, agitada, le dio la primera noticia
a Magtara Feres, tras la visita de un funcionario:
-¿A vos también te llegó el papel ese? Ay, Magtara.
Tengamos cuidado, se
viene la erradicación.
-¿Erradicación? ¿Eso qué es?
Es llamativo. La pregunta, la primera reacción de Magtara, fue
idéntica a lo que muchos familiares y amigos de desaparecidos
recuerdan haber dicho cuando recibieron la noticia del secuestro de
un ser querido:
-¿Cómo que desapareció? ¿Cómo alguien
puede desaparecer así, en el aire?
Así que, cuando Magtara recibió la noticia de que ella
y sus vecinos podían quedarse sin casa, simplemente respondió:
-¡Pero cómo si lo hemos estado pagando toda la vida!
No fue la única en reaccionar de esa manera, fueron varios los
que creyeron que lo que decía la vecina "era una locura,
un verso". Hasta que la CMV se instaló en el barrio con
oficina y todo, echando a un vecino de su casa. Y hasta que apareció
pintado sobre un muro el enorme cartelónde advertencia que todavía
hoy se puede leer, prohibido circular, prohibido ingresar con automóviles,
prohibido ingresar vehículos de carga, Ordenanza
33.652.
A Magtara le llegó una comunicación de un funcionario
del Banco Hipotecario Nacional, recordemos que el barrio había
sido financiado con los créditos de esa institución. Y
después una segunda notificación, pero esta vez de la
CMV. En los archivos del Centro de Estudios Legales y Sociales, hay
algunas carpetas viejas con historias villeras de esos años;
algunos papeles amarillean. Entre esos papeles hay una copia de una
de esas cédulas de notificación que granizaban sobre las
villas de a decenas de miles. Esta en particular que sobrevivió
en el CELS aparece redactada exactamente de esta forma:
Comisión Municipal de la Vivienda. Departamento de Vigilancia
Interna.
INTIMACION ULTIMO AVISO.
Villa: 1-11-14.
Casa Nº: 222.
Sector I.
Se intima al ocupante de la vivienda a presentarse (con tarjeta de censo
y
documentos de identidad), el día 4 del corriente, en el horario
de 14 a 19 horas en la oficina "Erradicación" de la
Comisión, instalada en la calle Varela 1950, Capital Federal,
de esta villa. De no presentarse en el plazo fijado, su vivienda será
demolida.
Buenos Aires, 4 de junio de 1979.
En el borde inferior, donde dice "Jefe de Villa", aparece
la firma de alguien apellidado Kranz. En donde debe firmar el notificado,
con su nombre y apellido, aparece escrita con letra rústica la
fórmula "Se niega a firmar". Quien fuera el "ocupante"
de la casilla 222 del sector uno de la villa 1-11-14 del Bajo Flores,
se negó a darse por notificado. Es presumiblemente uno de los
87 firmantes de un pedido de recurso de amparo presentado por Emilio
Mignone, del CELS, que por entonces colaboraba con la villa y con el
cura de la villa, Jorge Vernazza.
Magtara fue a la oficina de la CMV con su vecina Anselma. Pese al tono
con que había sido citada, le dijo al funcionario:
-Dígame qué precisa.
-Necesito que entregue su casa.
Anselma se puso a llorar.
-¿Cómo me dice?
-Ustedes se van a tener que ir. Tiene que firmar unos papeles y entregar
su casa.
-Bueno... ¿Me entrega las llaves?
-¿Las llaves de qué?
-Del departamento nuevo. ¿O se cree que me voy a ir a la calle
después de
haber pagado tantos años por la casa en la que vivo?
El tipo se levantó de golpe. Levantó el puño y
amenazó con descargárselo en la cara.
-Pegue, pegue -dijo Magtara-. Pegue que no soy manca.
Agarró un cenicero pesado que había sobre la mesa y amenazó
con usarlo como objeto contundente.
Un cuarto de siglo después, Magtara recuerda y suspira:
-Y pensar que yo en el barrio era la pacifista, la solidaria. Se ve
que ese día se me despertó el indio. Faltaban pocos días
para que empezaran las acciones.
-Las familias encerraban a los hijos en los roperos. Después
nos empezamos a enterar de que existían los desaparecidos.
Embellecer la ciudad/ Bajo Belgrano.
No les faltó convicción a las autoridades militares a
la hora de establecer objetivos estratégicos. Fieles a su concepción
de embellecimiento urbano, atentas a la distinta valorización
de tierras según de qué zona de la ciudad se tratara y
pendientes de la inminencia del Mundial '78, se decidieron a acometer
las primeras erradicaciones en las zonas más sensibles de la
Capital, las que menos toleraban la presencia de villeros, las de la
zona norte. De manera que el primer experimento social y el primer blanco,
por su su cercanía con la cancha de River, fue la villa del Bajo
Belgrano, seguida por el conglomerado de Retiro y el de Colegiales.
Una primera pista de lo que ocurrió con los erradicados de las
villas porteñas deriva precisamente de lo ocurrido con esos primeros
operativos acelerados por la inminencia del Mundial. Muchos de los desalojados
fueron
a parar al así llamado complejo habitacional Ejército
de Los Andes, cuya construcción data de 1973, y cuyo nombre de
guerra -Fuerte Apache- obedecería a un rapto de inspiración
del periodista televisivo José de Zer. Fuerte Apache había
sido concebido para que vivieran allí unas 22.000 personas. Si
en algún momento llegaron a ser 100.000, es en parte por la historia
de las erradicaciones. La misma que se continuó en el año
2000 cuando para solucionar el problema habitacional se procedió
a demoler algunas de las torres del complejo, solución que también
se practicó el 16 de marzo de 1991 con la implosión en
cadena de los sucesivos bloques del albergue Warnes, auténtico
espectáculo político emitido en vivo y en directo.
La instalación de oficinas de la CMV en su barrio, la que recuerda
Magtara Feres en su testimonio, fue parte de una técnica habitual.
Esas oficinas llegaron a contar, según de qué barrio se
tratara, con una planta de hasta medio centenar de personas que engrosaban
otras brigadas como la de la Dirección de Limpieza, nutrida de
desocupados, o las dedicadas a la seguridad y vigilancia, compuestas
en su mayoría por miembros de la policía o las Fuerzas
Armadas, en retiro o en actividad.
En 1980, con espíritu reconfortado, el ánimo en alza,
en la página 46 del Libro Azul de la CMV se dice que el operativo
Bajo Belgrano, iniciado a fines de 1977, "fue la primera gran experiencia
de erradicación" y, por supuesto, una experiencia exitosa.
Los funcionarios hacían memoria acerca de lo que era esa villa:
once manzanas próximas a "zonas parquizadas, lagos, campo
de golf municipal, clubes privados, campo hípico, etc., ...se
ubicaba dentro de una zona privilegiada de la Capital Federal".
También se detenían notoriamente en lo que sabían
sobre las historias y expectativas de los vecinos del Bajo Belgrano,
"moradores" que ya en 1971 se habían resistido a ser
erradicados "argumentando que se trataba de un barrio obrero y
no de una villa de emergencia". "Esas expectativas -continuaba
el informe- se mantienen hasta 1976".
A erradicar lo mismo. El 11 de marzo de 1978, exactamente cinco años
después del triunfo electoral de Héctor Cámpora
-y seguramente la coincidencia no fue casual- la CMV barrió con
las primeras manzanas, demolió 295 viviendas -"20 de ellas
de dos pisos"- y erradicó a "298 familias compuestas
por 973 personas". En un tiempo récord de poco más
de 60 días, la tarea había terminado, "recuperándose
7,2 hectáareas de tierra valiosísima para un futuro ambicioso
plan que llevará a un ordenamiento social y edilicio de la Capital
Federal, como corresponde a toda 'Gran Ciudad' con envergadura cosmopolita".
Habrá que aclarar: "cosmopolita" no abarca a bolivianos
o paraguayos, jujeños o tucumanos.
Al finalizar el capítulo destinado a la villa del Bajo Belgrano,
la CMV trazó una memoria suscinta cargada casi de melancolía.
"Contaba con una amplia red comercial interna (almacenes de ramos
generales, pizzería, bares, panaderías, etc.). Sus habitantes
eran totalmente localistas, compraban en negocios de la villa y muchos
'al fiado'. Asímismo los vecinos que ocupaban viviendas linderas
se abastecían en dichos negocios".
Ahí termina la cosa, sin más referencias acerca de qué
se hizo de la historia de ese barrio cuyo nombre está desde entonces
en vías de extinción. La pertenencia al Bajo Belgrano,
hasta ese año de 1978, había fogoneado entre otras cosas
los cantos futboleros de la hinchada de River, especialmente los de
1975, cuando después de 18 años de lucha, aquel equipo
que contaba en su mediocampo con Merlo, Jota Jota López y Alonso
volvió a obtener un campeonato.
Somos del barrio/ Bajo Belgrano el que no es chorro/ es criminal el
más cobarde/ mató a su madrey el más valiente/
pa' qué vamos a hablar.
Cuide señora/ su gallinero porque esta noche/ vamo'a afanar una
gallina/ para el puchero porque mañana/ tenemo' que morfar.
Ese cantito, mucho más cercano a la alegría que a la criminalidad,
es de lo poco que puede ayudar a reconstruir la historia del Bajo Belgrano
en estas páginas. Existe un film documental que trata el tema:
Crónicas villeras, de Marcelo Céspedes. Hay una segunda
canción, acaso más elaborada que la anterior, que compuso
un músico cuya infancia transcurrió, y gozosa, en los
márgenes del barrio. Ese músico es un hincha conocido
de River y editó en 1983, con el retorno de la democracia, un
disco precisamente denominado Bajo Belgrano. El músico es Luis
Alberto Spinetta y Jade la banda que tenía por entonces. Las
letras de Spinetta no
son transparentes, pero hay bastante de lo que pretende decir en la
Canción de Bajo Belgrano que se entiende.
La mañana lanza llamasdesde su herida, débilmente caleidoscopio
de ciudad y vos tan solo, tu ropa está vacía tan lejos
del hogar estás que todo sueño duele más y ya no
hay forma de recomenzar
Desolado, el hombre perdido entre camionetas quemadas en aserrín
habrán marcado su mirada como a una huella y ésta siempre
se diluye como ojos, barro, cielos, todo...
Bajo Belgrano, amor ascendente, es ella quien te busca donde vos no
estás y es que toda tu canción persistirá siempre,
siempre, y hasta en el turbio río...
Y si no se entiende demasiado, ahí está la ilustración
en la tapa y contratapa del disco, hecha por Eduardo Santellán.
La línea lejana de los rascacielos como horizonte turbio, de
un lado. Alguien pescando en la costa cochambrosa del río. En
una orilla del barrio, la señora barriendo la vereda y el viejo
en la silla de paja. Y en el reverso del disco, en el centro, la villa
que parece vencerse por su propio peso, como un castillo de naipes.
Alrededor el barrio: casas de gente decente, el taller mecánico
"El cabezón", la panadería, el café bar,
el colectivo 42, la mina paseando al perro. Un patrullero hace la ronda
a la izquierda, con un cana asomando el arma larga. A la derecha, algo
demasiado parecido a un Falcon verde, con la sirena improvisada sobre
el techo, y en su interior los pesados de anteojos oscuros, asomando
también las Itakas. Hay un detalle más: un viejo camión
cargado con muebles y colchones. "La nueva fe", se llama la
empresa de mudanzas.
Queda el viejo tango que Juan Cymes debe recordar bien, Bajo Belgrano,
de
Anselmo Aieta y Francisco García Jiménez. Un tango burrero
que decía: ¡Cuánta
esperanza la que en vos vive!
-Sacame e'pobre, pingo querido
¡no te me manqués pa'l Nacional!
Barrio Rivadavia. 6 de la mañana.
Como Johny Tapia, como el padre Pichi, como el Sobreviviente C, Magtara
recuerda de qué manera los empleados de la CMV motivaban a los
vecinos, antes que ofrecerles créditos y terrenos, para que se
decidieran a egresar por sus propios medios. Las prohibiciones y controles,
los operativos de pinzas y rastrillajes, la imposibilidad hasta de comprar
el pan y la leche, la presencia permanente de pesados, la de peros de
policía, las requisas al salir y al entrar, los allanamientos,
las presiones, las patadas en las puertas, los gritos, los maltratos,
las amenazas, las búsquedas de antecedentes policiales, eran
factores estimulantes como para tomar la decisión de irse. Magtara,
de quien ya se dijo que posee una memoria extraordinaria, recuerda perfectamente
el día en que se demolió la primera casa.
-Eran las seis de la mañana, un vecino dio el alerta. Nosotros
quisimos avisarnos, nos fuimos a golpear las puertas de los demás...
Imposible: eran tanquetas, camiones del Ejército. Mandamos lejos
a nuestros hijos para que no los metieran presos. Entonces escuché
como un ruido, una estampida. Ahí cayó la primera casa
y me puse a llorar. Me acuerdo de eso y me pongo a llorar otra vez.
-Al cabo del tiempo, ¿cuántas casas alcanzaron a demoler?
-Cuatrocientas diez.
-¿Alguna vez intentaron resistir de alguna manera?
-Intentamos. Las mujeres pusieron los cuerpos delante de las topadoras.
Pero ellos llegaban siempre de madrugada y tiraban... ¿cómo
se llama esto que tiene olor y se ahoga uno?
-Gases lacrimógenos...
-Me acuerdo que nosotros poníamos frazadas, así, y cerrrábamos
las ventanas porque te ahogaba. Y a la gente que sufría asma
o del corazón, la eníamos que llevar hasta la avenida
Cobo.
-¿Los gases los tiraron algún día en que se armó
más tumulto o...?
-No. Los tiraban siempre a la noche, para que la gente se metiera en
las casas. Y ellos decían "Si usted no se va, le tiramos
la casa abajo".
Un círculo de pintura negra sobre la casilla, la tarjeta verde
de identificación. El padre Pichi, que junto con otros seis curas
comenzó a hacer lo que pudo por los villeros de la 31 y por los
otros, recuerda qué cosas le franqueaba Guillermo del Cioppo
cuando los atendía en su despacho, escoltado por La Chancha Colorada,
o comisario Salvador Lotito:
-Miren, yo aplico la radio-pasillo. Hago ruido, golpeo; por ahí
alguien tiene que ir preso. Corto el agua y la luz. Y la radio-pasillo
hace correr la noticia.
Era un poco más. Lo recuerda el Sobreviviente C:
-Volteaban intercalando, dos casas en una manzana, dos casas en la siguiente.
Como para asustar más a la gente.
Johny Tapia:
-Las familias lloraban, gritaban. Eran camiones del Ejército
y camiones municipales, día por medio, esos camiones de basura
de cabina blanca y caja azul, con volcador. Hasta una señora
con cáncer, me acuerdo de ella, que estaba con el hijo. Pedían
por favor que no los llevaran. Los cargaron igual. Eran miles familias,
los de Saldías, que muchos hoy están en Fuerte Apache,
los de YPF, que los mandaron a Lugano, los de Comunicaciones, Inmigrantes...
Ya para 1980, con buena parte de la tarea consumada, en una de sus abundantes
intervenciones públicas, Del Cioppo resumió estas historias
en forma breve:
-Se trató el problema en forma quirúrgica y en tiempo
récord.
Fórmula expresiva que al día de hoy goza de excelente
salud e incluso aspira votos.
-Siempre que se opera hay sangre-, complementó al otro día
el comisario Lotito.
Magtara, un año después.
Dice Magtara, textualmente: "Duró como un año el
tiempo de las demoliciones". Vamos a dejar aquí que fluya
otra porción de su relato, con la historia del barrio Rivadavia.
-Recurrimos buscando ayuda a tantas partes... todos te cerraban las
puertas. Nos decíamos: "¿Y si nos reunimos en las
iglesias?". "Noooo.... porque nos van a incendiar las iglesias".
Todo el mundo nos negó la ayuda. Eramos un grupo como de treinta
personas. Un día nos dijo Del Cioppo a nosotros: "¿Ustedes
qué se creen, que van a poder con nosotros? Ahí viven
3000 personas y ustedes son 30. Los demás salen fácil".
Hasta que poco a poco el barrio, y con él las viviendas, comenzó
inundarse por la cantidad de cañerías maestras rotas que
las topadoras dejaban a su paso. Ella se despertó una noche y
vio que el agua estaba tocando su colchón. Quizá lo más
precioso que le quedó arruinado desde entonces fue lo que tenía
guardado en una valija.
-Toda una valija que tenía llena de fotos, que sacábamos
fotos cuando tiraban las casas. Y yo tenía mucho escrito. Escribía
por ejemplo cuando se iban a dormir los chicos, que qué sería
de la vida de nosotros, que a dónde íbamos a ir a parar,
que tantos vecinos que desaparecieron no los íbamos a ver más,
los rajaban por la madrugada, los tiraban por ahí. Uno de sus
escritos se llamaba "La noche oscura de la Patria".
-¿Cómo fue que usted y otras familias del barrio consiguieron
quedarse?
-Por la resistencia que hicimos, porque éramos treinta pero éramos
de fierro. Pensábamos resistir aunque nos costara la vida, ellos
vieron que éramos muy fuertes. Un día me dijeron "No
pasa nada, con ustedes no es la
cosa". Ellos, cuando golpeaban así fuerte y uno abría,
ponían el pie en la puerta, para que no pudiéramos cerrar,
¿viste? Entonces se metían adentro.
A ella también le golpearon la puerta unas cuantas veces. Un
día le dijeron "Venimos a llevar las máquinas",
las de su taller de costura.
-¿Cómo que se llevan las máquinas?. Acá
no van a llevar ninguna máquina porque nosotros las compramos
peso a peso con el sudor de la frente.
En este punto el relato se embarulla levemente. Magtara dice que entre
los
que le golpearon la puerta había un comisario pelirrojo al que
le decían el Colorado, pero aparentemente un Colorado que no
era La Chancha Colorada, o tal vez sí. La cuestión es
que este Colorado, que era el jefe del operativo, tenía un hijo
al que por supuesto los vecinos llamaban el Coloradito. Y parece que
este Coloradito, "que era tan matón como su padre",
adoptó su peor cara de hijo de puta:
-¿Así que no la vamos a llevar a la máquina?
El Coloradito amagó con agarrar una de las máquinas más
grandes. Magtara
reaccionó como aquella otra vez:
-Mirá, vos la vas a llevar a la máquina. Pero vas a morir
acá dentro.
Y agarró unas tijeras grandes de costura.
Ahora, de nuevo desde el presente, un cuarto de siglo después,
Magtara se repite en esa extrañeza de no poder reconocerse:
-Y yo le iba a clavar... Te juro que... Qué feo que es perder
el control, viste. Yo que era tan, qué sé yo. La buena
vecina, que tomábamos mate, que plantábamos plantitas,
de pronto te convertían en una bestia. Y mi nuera, cuando vio
que le iba a clavar la tijera, largó la máquina. Y dijo
el Coloradito "Bueno, está bien. La dejamos".
Si Magtara pudo sobrevivir en su casita del barrio Rivadavia no fue
sólo por su firmeza. Gracias a su militancia cristiana había
hecho buenas migas con un miembro destacado de la Acción Católica,
prohombre de la ciudad, el presidente de la Asociación Amigos
de Avenida de Mayo. Este hombre, que cultivaba alguna amistad con Cacciatore
o Del Cioppo, solía insistirle:
-Magtara, allá no va a quedar nadie. Es mejor que te trates de
salvar vos.
¿Qué querés hacer? ¿Quedarte en la calle
con toda tu familia?
Recuerda Magtara que respondía:
-Pero, ¿y la demás gente?
El hombre intercedió. Consiguió hacerle una cita con Cacciatore.
Cacciatore hizo saludo uno y los dejó con Del Cioppo. Del Cioppo
le propuso un arreglo, cura de por medio, ofreciéndole una casita
en el barrio Dellepiane. Pero Magtara, de nuevo, terca:
-¿Y la demás gente?
-¡Pero señora! ¡Usted pide la chancha, los 20 y la
máquina de hacer chanchitos!
La segunda oferta fue más amplia: treinta viviendas en Claypole,
para todos los vecinos resistentes. Pero los vecinos no querían,
"por la lejanía del trabajo y de la escuela de los chicos".
Cuando vio que los vecinos no aceptaban la oferta, Del Cioppo se decidió
a
apretar:
-Bueno, entonces pierden todo.
-¡Magtara!¡Te vas a quedar en la calle!-, suplicó
su amigo el mediador.
-Y bueno, vamos a ver si nos quedamos en la calle.
Ella cree que si Del Cioppo no los echó a patadas, fue por la
buena presencia del amigo mediador.
Todos nuestros muertos.
Verano del año 2001, en la mutual Flor de Ceibo, de la villa
21 de Barracas. Es el día de la segunda cita con el Sobreviente
C. Siempre tieso sobre la silla, la mirada dura, tira esta frase como
para que quede claro:
-Pelée por todos lados, me cagaron a tiros por todos lados.
Con pinzas, forceps y tirabuzón, apenas si se le pueden arrancar
unos pocos datos de su biografía más lejana. Dice que
nació en Santiago del Estero, que ya en Santiago vivía
en una villa, que su padre era de origen africano y su madre era chilena.
El, en 1955, cuando se vino a Buenos Aires, fue a parar directo a la
villa 31 de Retiro.
El Sobreviente C ya pasó sus escritos al entrevistador. Afloja,
siempre con esfuerzo, unos cuantos recuerdos e ideas de lo ocurrido
en tiempos del Onganiato, los del '73 y los del Proceso. Quizá
sólo sea la forma que sus palabras adoptan en los apuntes, pero
en el cuaderno los párrafos se aparecen siempre torvos, jodidos,
como si comprimieran un nivel de fiereza y de dolor insoportables. Hay
dos compañeros de la villa que lo escuchan hablar y se mantienen
en silencio. Y alguno que otro que de vez en cuando
se apoya en el umbral de la puerta, para escuchar también en
silencio. Hay
algún tipo de comunión entre ellos; y códigos que
el entrevistador no está seguro de poder descifrar. Muy de vez
en cuando uno de los muchachos que lo escuchan, interviene. Lo hace
por ejemplo cuando el Sobreviente C recuerda la represión caída
sobre el puerto o sobre las villas de Retiro.
Ambos se conocen de las épocas del puerto tanto como de las de
la 31. El
compañero que lo escucha hablar, de pie y apoyado contra una
pared, recuerda de pronto a un vecino suyo al que metieron en el camión
y llevaron hasta Lugano y cómo a la semana otro camión
lo tiró en la villa l-11-14.
En un momento dado el Sobreviente C menciona los reencuentros habidos
después de la dictadura. "Felices de vernos vivos -dice-
después de tantos
años". Como tantos que debieron esconderse o irse del país,
también entre los villeros existía la duda de qué
le habría pasado a Fulano y qué a Mengano, si les habría
pasado o no lo peor.
-Ahí ocurría que teníamos que preservar la vida
de los compañeros, no podíamos vernos. Yo tenía
que preservar la mía y viceversa. Ellos también
pensaban que yo podía ser boleta.
A lo largo de la conversación, el Sobreviviente C no sólo
se resiste a dar su nombre sino también a intentar reconstruir
la lista de los que se rajaron y de los que murieron. Comprime sin mayor
detalle siete muertes.
Pero no dice de quiénes ni cómo. Muy al final, queriendo
y no queriendo, hablando entre ellos y sin mirar al entrevistador, se
pasa revista a otras muertes. El compañero que lo escucha cuenta
de otra víctima anónima y la
tira como ametrallando, apretando los dientes, dándole importancia
y al mismo tiempo, si es por el tono presunto, vaciado de sentimiento.
Es el recuerdo de alguna madrugada del '76, en villa 31. La policía
estaba allí, como siempre, en operativo de rutina o lo que fuera,
con la gente alrededor. La única imagen que suelta el compañero
del Sobreviente es la de un muchacho joven de la villa, activista, que
se negó a obedecer vaya a saber qué orden de los uniformados.
-El se agarró a la manija de la puerta del patrullero. Sabía
que lo iban a matar. Cuando se separó un par de metros, lo acribillaron.
Así que otra muerte, y gratuita. Habrá que pensar que
si en el país del Proceso se mataba clandestina e impunemente
por las calles, tanto o más podía ocurrir en las villas,
cuya visibilidad social siempre fue menor. ¿A quién le
podía importar? De hecho las barriadas pobres siguen siendo los
territorios en los que se sigue matando con ademanes no demasiado clandestinos.
Lo complicado del caso -tal como se insinuó algunas páginas
más atrás- es que la historia de las villas durante la
dictadura, en lo que concierne a los nombres de sus perseguidos y desaparecidos,
ha quedado lejos del mundanal ruido de la Argentina blanca, por su propia
constitución histórica y social. Cuando se intenta hacer
esa sistematización de las víctimas y los nombres, la
información que se recibe es fragmentaria o se ha perdido para
siempre. Y las actitudes son recelosas, como la del Sobreviente C.
Las clases medias, mal que pudieron, han reconstruido la historia de
sus muertos. Los villeros, y seguramente lo mismo ocurre con otros sectores
populares, especialmente en el Gran Buenos Aires y el interior del país,
han quedado más o menos colgados de la palmera, con sus dolores
y terrores internalizados, castigados desde antes del '76 y después
del '83 también.
Dice Juan Cymes: "Los organismos de derechos humanos nunca pudieron
hacerse cargo de las desapariciones de las villas, aún cuando
alguna vez los villeros funcionamos en la APDH y aunque, desde el CELS,
Emilio Mignone, Alicia Oliveira y Augusto Conte nos dieron una mano
con los juicios por las erradicaciones".
Sería injusto llamarle temor a lo que siente el Sobreviviente
para no querer hablar, porque seguramente el hombre no tiene nada de
pusilánime.
Estas líneas fracasan allí donde había que ponerle
un nombre a su reticencia, y a la de los demás.
Comida para ratas.
Con su apellido alemán y su formación de jesuita, también
José Meisegeier, el padre Pichi, evoca recuerdos de cadáveres
amanecidos sin explicación aparente. Un día, ya avanzada
la erradicación de la 31, un vecino de Saldías se apareció
para decirle:
-Padre, tiraron unos cuerpos ahí en el barrio nuestro. Nos dijeron
que no los miráramos, que no los tocáramos porque si no
nos iba a pasar como a ellos.
Eran nuevos cadáveres tirados sobre la pampa argentina, cuerpos
NN como
los que aparecían en la costa del río, Fátima o
Pilar ("Aparecieron esta mañana numerosos cadáveres",
tituló el 3 de julio de 1976 La Razón). El padre Pichi
interpreta que seguramente fueron cadáveres tirados a modo de
presión psicológica sobre los villeros. Recuérdese:
"el accionar que lleve
paulatinamente a la población a no encontrar motivaciones que
justifiquen su permanencia". Los cuerpos quedaron ahí, para
ser comidos por las ratas.
Después las motoniveladoras pasaron por encima de sus restos.
Así que las autoridades se anotaron grandes porotos a la hora
de conseguir
uno de los objetivos centrales de la etapa congelar-desalentar, previas
a erradicar. Johny Tapia lo sintetiza de esta forma:
-Miedo. Teníamos miedo a ser secuestrados al salir de las iglesias,
tras las reuniones que hacíamos, miedo a salir del barrio y que
te cazaran por 'activista' o 'extremista', miedo a desaparecer.
Magtara Feres, que ahora, en el 2001, cuenta su historia en una pequeña
oficina de la CMV, retoma este mismo asunto. Johny Tapia está
a su lado y
la escucha con atención, aportando de vez en cuando un murmullo
o un dato nuevo sobre La Chancha Colorada.
Lo que cuenta Magtara sucedió un domingo lloviznoso en la iglesia
del barrio. Sus vecinas había ido como siempre a la capilla de
chapa, la que tenía a la virgen de Itatí, cosa de limpiarla
y preparar las flores para la misa que debía oficiar el padre
Orlando Yorio. Ella no fue ese día, por culpa de una gripe. Yorio,
amigo y viejo compañero de andanzas del padre Pichi, llevaba
años viviendo en una casita del barrio.
-Viene una vecina corriendo y me dice "Ay, doña Magtara.
Le llevaron alpadre Orlando y a todos los chicos, y a la monja también".
Todos ellos siempre venían a tomar mate, caminaban por el barrio,
eran como unos vecinos más. Entonces decían que el padre
era comunista, le inventaban cada historia, terrorista, de todo. Entonces
le digo a la vecina "¿Cómo que se lo llevaron?".
"Sí, vinieron con esos camiones grandes del Ejército
y lo encapucharon cuando estaba dando la misa, los alzaron ahí
a la fuerza, a todos los chicos, diecisiete chicos".
La noche anterior Magtara había recibido una visita inquietante.
Supo después que los visitantes cayeron en un coche negro y que
uno de los pasajeros bajó para preguntar por el padre Orlando
Yorio. "Somos amigos de él, tenga confianza, venimos para
salvarlo", le dijeron a Magtara cuando
dieron con ella. Ella negó que el padre viviera en la villa.
El hombre que bajó del auto negro, que tenía pinta de
ser importante, le insistió y le pidió que lo llevara
hasta la casa. Ella siguiendo dudando, con temor.
Finalmente se subió al coche, quedó sentada atrás
entre dos grandotes, sintió los bultos de sus armas.
-¿No me reconoce?-, preguntó el que parecía estar
al mando.
-Me parece que sí, de algún lado.
-Me habrá visto por televisión.
El hombre se presentó como alguien que había sido importante
en el peronismo, alguien que había viajado en el avión
que trajo de regreso a Perón. Llegaron a la casa del padre Orlando.
Pero el que abrió la puerta no fue el padre Orlando sino un pelado
desconocido. Magtara tardó en reconocerlo, aparentemente era
otro cura conocido en el barrio como El alemán, y que hasta hacía
poco era barbudo y pelilargo. El hombre del coche negro estaba ahí
para urgir a los dos curas para que se fueran de la villa. El Alemán
aceptó el consejo: "Yo me voy esta noche". El padre
Orlando dijo que no, que se quedaba. Le insistieron, pero nada. Se dieron
unos cuantos abrazos.
Magtara retoma el relato:
-Vinieron esa noche. El se había ido a la casa de la madre o
de un familiar, le rompieron todos los libros. El tenía una biblioteca
grande hecha de ladrillos y maderas, como la cama. Era un alma de Dios,
se conocía a todo el barrio. Yo le preguntaba qué quería
decir lo de "cura tercermundista" y él me decía
"No te explico porque vas a tener miedo, vas a creer que somos
unos monstruos". Pero como yo veía que era tan bueno...
Magtara maneja más o menos al bulto la idea de que ese domingo
en que secuestraron al padre Orlando, desaparecieron también
"diecisiete chicos" que hacían catequesis y trabajo
social en el barrio. Y que de todo el grupo sólo se salvó
una sobrina de Francisco Manrique y otra chica que era hija de brigadier
o de coronel.
-¿Por qué está segura de que eran diecisiete?
-Y, porque más o menos los chicos que siempre venían eran
entre quince y
diecisiete. Esa chica que se salvó estuvo nueve años en
España. Yo no quiero mencionalarla porque las tías viven,
y ellas me pidieron que nunca cuente porque tenían mucho miedo.
La chica, cuando vino, ocho o nueve años después, parecía
otra persona. Se ataba un pañuelo así, no se dejaba ver
la cara. Había sido una chica brillante, de la facultad... Cuando
la vi en
ese estado... Ella nunca supo que le mataron a todos los demás.
El padre Orlando Yorio estuvo cinco meses secuestrado, sin que los vecinos
del barrio supieran absolutamente nada acerca de cuál había
sido su destino.
-Nosotros ya dábamos misa por él, creyendo que estaba
muerto. Y una noche viene alguien. Me vino a buscar una persona desconocida,
golpea la puerta, me dice "Necesito que venga conmigo". Era
una noche oscura, una boca de lobo, no había quedado ni una luz
porque ellos habían destrozado todos los faroles, todas las cosas.
Mi hijo me decía "No, mamá, no vayas. Quién
sabe quién es el que te quiere ver, a lo mejor te lleva a matar".
La mujer insistió en que Magtara se pondría feliz de reencontrarse
con una persona que conocía bien y que quería mucho. Magtara
fue hasta el lugar en el que la estaban esperando, una casa que ya había
sido desalojada, pero no demolida.
-Entro ahí y veo que había una mesita y había dos
hombres y una mujer. Yo, cuando entré y los vi, les dije: "Acá
no hay ninguna persona amiga mía". Y me asusté porque
me dije "Acá me van a matar". Entonces el padre Orlando
hizo así y se sacó la peluca. Estaba vestido de mujer,
me dijo: "Magtara, no me quería ir sin despedirme de usted,
que tanto luchamos juntos". El Papa lo salvó a él,
lo mandaba que lo lleven a Roma. Y cuando se sacó esa peluca
rubia que tenía nos abrazamos tanto, lloramos tanto. "¡Orlando
estás vivo, estás vivo, no lo puedo creer!".
-¿Llegó a decirle en dónde lo tuvieron secuestrado?
-Ay, nos contó tanta monstruosidad. Yo no lo podía creer.
Nos mostró las piernas, cómo las tenía. Eran llagas...
los brazos. Dice que era como un pozo y ellos tuvieron no sé
cuántos días en ese pozo, que dice que se orinaban y que
hacían sus necesidades encima.
La historia del secuestro y desaparición del padre Orlando Yorio
aparece relatada en el Nunca Más en forma un poco más
ordenada, aunque en lo esencial es como la cuenta Magtara. Yorio, sacerdote
jesuita, fue secuestrado el 23 de mayo de 1976 en el barrio Rivadavia.
Ese mismo día el
general Albano Harguindeguy atribuía el secuestro del ex-senador
uruguayo
Zelmar Michelini, "ese luctuoso suceso", a la subversión.
La tapa del Clarín de ese día mostraba el ensagrentado
rostro de Víctor Galíndez tras una pelea en Sudáfrica
y anunciaba el asesinato de Ringo Bonavena en Estados Unidos. Gracias
a presiones de la Iglesia, Yorio fue liberado el 23 de octubre de ese
mismo año. Otro sacerdote, su compañero Francisco Jalics,
había sido secuestrado con él. Ambos compartieron el cautiverio
en la Escuela de Mecánica de la Armada. Al tiempo fueron llevados
a una casa operativa de Don Torcuato. En el legajo 6328 de la CONADEP,
Yorio testimoniaba de esta manera:
"En determinado momento del interrogatorio se pusieron a discutir
entre ellos, pude escuchar que comentaban la conveniencia o no de una
rastrilleo
en la villa... Sentía que estaba en un sótano, permaneciendo
en el suelo, siempre con la capucha... Otro día vino un hombre,
era el mismo que me había preguntado por Mónica Quinteiro...
Nos preguntó si no nos habíamos dado cuenta de quién
nos había tomado, y el padre Jalics le contestó 'La Escuela
de Mecánica de la Armada', y el interrogador asintió diciendo
'Sepan que esto es una guerra y en una guerra a veces pagan justos por
pecadores'".
Pasaron los cinco meses. Previa inyección de pentonaval, Yorio
y Jalics fueron subidos a una camioneta que comenzó a dar vueltas
por la ciudad.
Otra inyección y más vueltas. Terminaron arrojándolos
en un descampado, en unos bañados de Cañuelas.
Para aclarar a qué se refiere Magtara al aludir al secuestro
del padre Yorio y de "diecisiete chicos" y para relacionarlo
con el nombre de Mónica Quinteiro, mencionado por el torturador
de la ESMA, es necesario retrotraerse a una carta famosa que Emilio
Mignone, uno de los fundadores del CELS, le escribió al entonces
teniente general Jorge Rafael Videla. La carta fue escrita el 25 de
mayo de 1976, es decir dos días después de la desaparición
de Yorio y Jalics. Comienza describiendo el allanamiento de su casa
a cargo de un grupo de tareas del Ejército, ocurrida un viernes
14 de mayo a las cinco de la madrugada. Continúa relatando la
detención de su hija Mónica Mignone. Finaliza diciendo
"Desde esa fecha hasta hoy -o sea durante cinco días-, no
he podido saber nada de Mónica. Es como si se la hubiera tragado
la tierra. Nadie se hace responsable de su detención ni nos da
a conocer dónde se encuentra".
Mucho después el matrimonio de Emilio y Chela Migone interpuso
un escrito ante la Corte Suprema, muy posterior al primer recurso de
habeas corpus que ya habían presentado. Había pasado tiempo
y el escrito era rico en detalles. Explicaba las insólitas circunstancias
en que se había producido el secuestro: en un edificio de la
avenida Santa Fe, lindero con otro edificio fuertemente custodiado por
el Ejército, ya que allí residía la familia del
general Ramon Genaro Díaz Bessone. Ubicado a media cuadra del
departamento del almirante Isaac Rojas, vigilado también día
y noche por los soldados.
"Ese mismo viernes -continúa el escrito- supimos que en
operativos similares, unas horas antes, habían sido detenidos
cuatro amigos de mi hija". Los Mignone citan los nombres de dos
matrimonios también secuestrados por el Ejército: el de
María Vásques Ocampo y César Amadeo Lugones y el
de Beatriz Carbonell y Horacio Pérez Weiss. Agrega que poco más
tarde se enteraron de la desaparición de Mónica Quinteiro
y de María Esther Lorusso. Mónica Quinteiro era una ex-religiosa
de las hermanas de la Misericordia, había sido profesora de Mónica
Mignone en un colegio de Belgrano.
Más adelante los Mignone reconstruían otra historia más,
a la que consideraban "elemento probatorio importante" para
la causa que intentaban esclarecer:
"El domingo 23 de mayo de 1976, alrededor de 50 hombres con uniforme
de combate de la Infantería de Marina, algunos de ellos con el
aditamento de boinas rojas, rodearon una zona de la villa de emergencia
del Bajo Flores, en las proximidades de Curapaligüe y Cobo, a la
vista de los vecinos. Eran exactamente las 12. Allanaron una modesta
vivienda donde residían hacía varios años los sacerdotes
jesuitas Francisco Jalics, conocido autor de varios libros dedicados
a la práctica de la oración y Orlando Yorio, consagradado
a la pastoral en ese medio. En ese momento se encontrabaoficiando misa
el presbítero Gabriel Bossini y participaba un grupo de ocho
jóvenes que se desempeñaban como catequistas... La Infantería
de Marina se llevó detenidos a todos los presentes, excepto el
presbítero Bossini. Siete de los jóvenes fueron liberados
en la madrugada siguiente en la avenida General Paz".
La alusión de Magtara acerca de los secuestros y de la intervención
de Francisco Manrique -ex marino- y de otro militar -ex capitán
de Navío- es veraz. Los secuestrados y los ex-marinos pudieron
establecer que el lugarde detención fue la ESMA, en donde quedaron
Yorio y Jalics. Pero el grupo de jóvenes que hasta hoy siguen
desaparecidos no es el de los que se llevaron junto a Yorio y Jalics,
sino el de los que fueron detenidos el 14 de mayo anterior. Entre ambos
grupos suman quince personas. Ninguno de ellos eran militantes políticos
sino jóvenes católicos comprometidos.
Todos pasaron por la ESMA. Otro sacerdote, el padre franciscano Carlos
Armando Bustos, fue desaparecido también en ese mes de mayo,
un día 8, frente a la iglesia de Pompeya. Formaba parte de la
corriente Cristianos para la Liberación.
Este espacio dedicado a los padres Yorio y Jalics, a los jóvenes
atequistas del Barrio Rivadavia y a los cristianos comprometidos, obedece
l hecho de que todos ellos trabajaron en las villas. Amén de
los asesinatos de los obispos de La Rioja, Enrique Angelelli, y de San
Nicolás, Carlos Ponce de León, abarcando únicamente
a la grey católica, al cabo de la dictadura se supo que 16 sacerdotes
comprometidos con los pobres fueron asesinados, que once fueron detenidos
y expulsados del país y que a otros 22 se les permitió
quedarse tras su secuestro y tormento.
Hay nombres resonantes entre los de los desaparecidos relacionados con
las illas. El de la hermana Alice Domon, que trabajó en Lugano,
el de Dagmar Hagelin, que lo hizo en Fuerte Apache, el de Marianne Erice,
que militó anto en la villa del Bajo Belgrano como en el barrio
Güemes, de la 31.
El padre Francisco Jalics, una vez liberado, viajó a los Estados
Unidos, más adelante se radicó en Alemania. Yorio se refugió
en Roma y, de regreso al país, estuvo en el obispado de Quilmes,
junto al obispo Novak, y en Ingeniero Jacobacci, con Miguel Hesayne.
Falleció en el Uruguay el 8 de agosto del año 2000, a
los 68 años.
Todos nuestros muertos (II).
En una nota de la revista El Porteño hecha en la villa de Retiro,
publicada en marzo de 1986, aparecía -sin que el cronista supiera
entonces de quién se trataba-, un personaje conocido y respetado
por los dirigentes villeros: Efraim Medina Arispe. Puede que hacia 1986
los recuerdos sobre las erradicaciones y sobre lo ocurrido durante la
dictadura estuvieran más frescos. Medina Arispe, boliviano, hijo
de indígenas e indigenista, dueño de una alicinante verba
jurídico-política, fue, hacia 1979, uno de los promotores
y líderes de la Comisión de Demandantes que se atrevió
a entablar juicios contra el Estado por las erradicaciones, asunto del
que hablaremos más adelante. En aquel año de 1986 Medina
Arispe se refería a las víctimas de la represión
en las villas de esta manera:
-Sí, de Perito Moreno han desaparecido doce catequistas. Acá,
de nosotros (de la 31), han desaparecido dos delegados. Uno de ellos
es Francisco Torres, de Comunicaciones, padre de cuatro hijos. Después,
el otro que desapareció fue Alberto Condorí.
El padre Pichi confirma el nombre de Francisco Torres como desaparecido.
"Sí, el Toto Torres. Fue el capataz cuando hubo que hacer
la reconstrucción de 90 casillas después de un incendio,
en el '72". En cuanto a Alberto Condorí, es otro de los
nombres que quedan en el aire.
Johny Tapia se acuerda de él, pero sólo alcanza a decir:
"No lo volví a ver nunca más a partir de entonces".
Nombres y fragmentos de nombres. En la trabajosa reconstrucción
de la lista de víctimas de la represión/erradicación
en las villas -trabajosa por imperio del miedo, la desarticulación,
las expulsiones, la desaparición social de muchos de los que
las habitaron- deben mencionarse al menos provisoriamente estos nombres,
y añadirse a los ya mencionados:
-Alberto Cayetano Galleta Alfaro. Había sido erradicado de la
villa 31 a Fuerte Apache. Allí vivía: Nudo 6, piso 5,
departamento B. Las fuerzas de seguridad acordonaron el edificio en
monoblock, lo esperaron apostados y lo acribillaron cuando subía
las escaleras, el 9 de julio de 1977. Se lo llevaron en una furgoneta,
lo torturaron, lo creyeron muerto y abandonaron
su cuerpo. Desvalijaron su casa, un policía usurpó después
el departamento, según testimonio de vecinos. Galleta había
sido estibador y ue chofer. Un accidente ferroviario lo dejó
sin piernas en el año 1976, usaba prótesis. Fue miembro
de la Juventud Peronista y del MVP.
-Enrique Sayago también sufrió un accidente en el tren
que lo llevaba, aunque leve. Mientras lo estaban atendiendo en el dispensario
en que lo atendían, fue secuestrado por la policía, un
10 de septiembre de 1977. Fue
llevado a una comisaría y nunca más se supo que pasó
con él. Tenía 62 ños, ocho hijos.
-Lucía María Cullén tenía 29 años,
era viuda de José Luis Nell, un militante histórico que
quedó paralítico en la matanza de Ezeiza. Lucía
había trabajado con el padre Mugica en la capilla Cristo Obrero.
Fue secuestrada el 22 de junio de 1976.
-Héctor Natalio Sobel. Fue abogado de la UOCRA y de los villeros
de la 21. Desapareció el 20 de abril de 1976. Tenía 37
años.
-Teodoro Uruguagha, Ricardo Gamarra Ortiz, Oscar Alfredo Salazar. Los
tres ran paraguayos y miembros del MVP, de la villa 21. El 8 de mayo
de 1976 el diario La Opinión publicó un parte oficial
en el que los nombres de los tres aparecían como presuntos liberados
de una comisaría. La fecha de desaparición de todos es
coincidente: 5 de mayo de 1976. La compañera de Salazar, María
Esther Peralta, mendocina, embarazada de cinco meses, también
fue desaparecida.
-Juan Carlos Negrito Sánchez -el apellido no está confirmado-
aparece como otro militante del MVP secuestrado y desaparecido en septiembre
de 1976.
Juan Cymes añade el apellido de otro Negro, Chanampa, al que
se llevaron de la villa 15 -según recuerda- con el pretexto de
haber instalado un puesto de choripanes no autorizado sobre la avenida,
y al que desaparecieron. Había sido activista en la villa y militante
de la UTA. En el Equipo de Antropología Forense confirman el
dato aportado por Cymes: Daniel Bonifacio Chanampa, desaparecido el
14 de abril de 1978, trabajador
del transporte subterráneo.
Más allá de que a estos nombres puedan añadirse
muchos más, de personas ue fueron secuestradas y luego liberadas,
a partir de aquí las identidades de perseguidos y muertos se
ponen más y más difusas. Hay referencias de dos vecinos
del barrio Rivadavia, amigos entre sí, de los que sólo
sobreviven lo que serían presuntos "nombres de guerra":
Nacho y Eduardo. Alguna vez fueron detenidos por delitos comunes; se
hicieron militantes en el contacto carcelario con presos políticos.
Nacho participó en una "toma" del barrio policial Coronel
García.
Juan Cymes repasa nombres de sobrevivientes de distintas villas que
tuvieron actuación destacada, además de Jose Valenzuela:
Salvador Herrera, e la 6; la célebre Isidora Penayo de la 21,
que a la hora de hacer este libro estaba en el Chaco; el Gordo Caballero
de la 20; Marcelino Escalier, boliviano, de la 1-11-14; Pastor Vallejos,
también boliviano y pintor, del barrio Illia. A la lista habría
que añadir el nombre del Negro Vidal Guzmán, refugiado
vía ACNUR en Luque, Paraguay, donde todavía vive.
Queda también la memoria de un nombre un poco más que
significativo: el de Rodolfo Walsh. Periodista, escritor, militante.
Durante buena parte de los años '72 y '73, Walsh, entonces miembro
del Peronismo de Base, se dedicó a ir religiosamente los fines
de semana a la villa 31, con su compañera Lilia Ferreyra. Solían
caerse por la casa de José Valenzuela -"dirigente indiscutido",
recuerda Lilia- y funcionaban en la de un vecino. Valenzuela había
dado con un arquitecto de la CMV, de los buenos, el Cholo Cedrón,
que hoy vive en Mar del Plata. Cedrón había trabajado
en el proyecto de construcción de viviendas populares de la pequeña
Villa 7 de Mataderos, durante la intendencia de Montero Ruiz. El proyecto
Villa 7 es un símbolo que queda de aquellas épocas de
trabajo conjunto y difícil entre la CMV y los villeros, símbolo
también de la confluencia entre clases medias y vecinos de barrios
populares. De hecho fue una experiencia que se irradió
a otra villas, con la asunción de Cámpora, y un antecedente
de las "mesas de trabajo" mixtas surgidas en el '73.
Cedrón venía de esas historias. Walsh, años atrás,
había trabajado en una experiencia de comunicación popular
que se recuerda hasta hoy: el semanario de la CGT de los Argentinos.
Solía irse hasta la 31 con el grabador a cuestas, para registrar
lo que se hablaba y discutía en las reuniones. Con Valenzuela
pensaron lo obvio: cómo difundir las tareas, cómo convocar
y articular mejor a los vecinos. "Hay que sacar un boletín,
una revista", dijeron. "Pero lo tiene que hacer la propia
gente", agregó Walsh. Así que sobre el pucho inventó
lo que hoy se llamaría un taller de periodismo popular. Primera
lección: cómo manejar el grabador, que para entonces era
tecnología de punta. Entre asados y reuniones, les enseñó
a los chicos a grabar, desgrabar y redactar. Hicieron comunicados, boletines,
pero la historia no les dio tiempo para que el "Semanario villero"
pudiera consolidarse. La historia, ya se dijo en estas páginas,
iba demasiado rápido. Walsh y Lilia Ferreyra solían ir
en colectivo de su departamento de Tucumán y Reconquista a Retiro.
El viaje no podía durar más que veinte minutos. Pero cuando
de regreso de la villa bajaban del 6, en pleno centro, en el otro mundo,
Walsh le decía a Lilia que la cosa era demasiado rara, que o
se iban a vivir a la villa o se dejaban de joder. El antepenúltimo
acelerón del '73 dejó trunca la mudanza. Walsh fue secuestrado
y desaparecido por un grupo de tareas de la ESMA entre las 13.30 y las
16 del 25 de marzo de 1977, un día después de distribuir
su Carta Abierta a la Junta Militar.
El chico de enfrente, la vecina de al lado.
Magtara, memoriosa, retiene cuatro recuerdos más, de su barrio.
El del secuestro de Don Arturo, un viejo militante comunista, hombre
de lo más manso, según ella cuenta. El de "el chico
de enfrente", hijo de una de sus vecinas más queridas, cuya
identidad prefiere no revelar, que trabajaba en una fábrica,
no militaba en nada y nunca más apareció. El de dos hijos
de una familia del paraje Las Galeras. Magtara solía encontrarse
con la mamá de esos chicos en la verdulería, los hijos
de ambas compartían la escuela.
"Ella decía que los hijos eran montoneros, pero como yo
veía que eran tan buenos todos, para mí no tenía
sentido". Esos chicos desaparecieron. La mujer se apareció
con los nietitos en la mano, una noche, llorando y golpeando una ventana.
"Se llevaron a mi hija, y a mi yerno, y a mi otro hijo". Salvaron
a los más nenes por esconderlos debajo de la cama. Magtara finaliza
con el recuerdo número cuatro, lo que le pasó a su propio
hijo "que estuvo quince días desaparecido y se salvó
por milagro".
Presuntamente lo agarraron de los pelos por confundirlo con otro: por
llevar un sobretodo gris, por tener cabello castaño y tonada
correntina. Lo metieron en algún pozo con dos desconocidos, separados.
Picana, dónde está la célula, dónde tenés
las armas.
-Sacaron a los otros dos pibes, les sacaron la capucha y él escuchó
los tiros de cuando los mataron. Mi hijo dice que él miraba el
cielo y pensaba que iba a ser el tercero, que en la casa nunca iban
a saber dónde fue a parar.
Al hijo de Magtara le pasaron un cigarrillo, él pensó
que lo mataban. pareció un suboficial que dijo:
-Me parece que este tipo no es. A ver, hablá un poco.
El hijo volvió a hablar. El suboficial insistió:
-No. ¿No ves que no sabe nada? Lo están por matar al pedo.
Lo largaron en un descampado. En el barrio Rivadavia, en Retiro, donde
hubo villas quedó tierra arrasada. Montañas hechas con
los escombros apilados y cubiertas de yuyos, cadáveres bajo los
escombros nivelados, cloacas y cañerías rotas a cielo
abierto, lagunas. En el barrio Rivadavia estuvieron diez años
sin agua.
"Ibamos a bañarnos -recuerda Magtara- con el caño
roto de una casa abandonada. Se hacían unas colas terrribles,
la gente con la toalla y el jabón en la mano. Y a la madrugada
lo mismo, con los tachos, para recoger el agua".
El Sobreviviente C y su viejo compañero de la 31 y del puerto
recuerdan cómo algunos de los más pesados de la CMV, antes
y después de demoler, saqueaban a los vecinos. El padre Pichi
también rememora la historia de dos abogados ligados al PC, Victoria
Novellino y Horacio Rebón -sobre quienes volveremos más
adelante-. Esos abogados, los mismos que ayudaron a los primeros villeros
que demandaron al Estado, se animaron a enjuiciar a la municipalidad
por el robo de material que era de Segba. Ocurre que a menudo las historias
de pequeña corrupción, al lado de otras, resultan sólo
datos de color.
De regreso al Libro Azul.
A partir de la página 21, el Libro Azul redobla sus energías
estadísticas.
De los casi 225 mil villeros del '76 se pasa 146 mil en un año
y poco más, a 115 mil para el 31 de diciembre del '78, a 51.845
para el fin del '79, a 40.553 para el 30 de junio de 1980, incluyendo
todavía los nueve mil de os NHT y 6465 de los barrios Rivadavia
y Mitre. Luego de las estadísticas gruesas se suceden evaluaciones
parciales por cada villa erradicada. Y escierto: en algunos barrios
no quedaron sólo escombros e inundaciones. En el caso de lo que
las autoridades denominaron villa 40, casi pleno centro, Córdoba
y Jean Jaurés, donde antes vivían 380 inquilinos amparados
por el ministerio de Bienestar Social, ahora el Libro Azul mostraba
las fotos de la bonita plaza Monseñor D'Andrea. Menos avanzadas
aparecen las obras en las fotos que se muestran de lo que fue la villa
del Bajo Belgrano, pero al menos parecen entreverse calles bien trazadas.
Aparece también la mención de lo hecho con aquel barrio
policial, el Coronel García, el de las cien viviendas hechas
en material prensado. "El área recuperada -informa el Libro
Azul- está comprendida dentro del gran proyecto 'Interama' (ya
en ejecución) integrado por un parque de diversiones, confitería
y jardín zoológico".
Una pequeña actualización al respecto, como para analizar
la proyección actual de asuntos que parecen remotos. El proyecto
Interama fue uno de los diversos escándalos de corrupción
con que salieron salpicadas las autoridades militares a la hora de la
retirada. Y aquella corrupción que parece vieja, siguió
saltando en el tiempo, hasta llegar a nuestros días.
El 9 de agosto de 1999, en un artículo de La Nación titulado
"Acusan a Dromi de cobrar sobornos", un antiguo funcionario
del Proceso aparecía ligado a tales escándalos. Se trata
de Guillermo Laura, secretario de Obras Públicas de Cacciatore,
el que inició no sólo las obras del parque Interama sino
de las autopistas a Ezeiza. Laura fue procesado en 1987 por el asunto
del parque Interama. El actual gobierno porteño sigue recibiendo
demandas por aquellas historias y sigue pagando los créditos
contraídos por la construcción de las autopistas, para
cuya realización también se desalojaron personas y se
partieron barrios. La noticia de La Nación no estaba tanto dirigida
a recordar el pasado de Laura, como a informar sobre un libro que el
ex-funcionario presentó por esos días, denunciando que
las empresas viales habían pagado un soborno de siete millones
de dólares para obtener concesiones de rutas con peaje. Todo
este repaso no implica que el intendente Osvaldo Cacciatore no tuviera
reparos en lanzarse a hacer política a fines de los '90. Ni tampoco
el hecho de que, todavía más hacia atrás en el
tiempo, Cacciatore, junto con Carlos Suárez Mason, fuera uno
de los integrantes de un intento de putsch contra el gobierno de Perón,
en los primeros años '50.
Un recorte al azar de diarios no tan viejos. Uno de Crónica guardado
por Johny Tapia en su pequeño archivo personal. "Erradicar
las villas", dice el título de un lunes 16 de abril de 1979.
Tras los repasos estadísticos de rutina, el diario traslada sin
mayores filtros lo que dice Guillermo del Cioppo sobre la política
de erradicaciones: "Se destacó en la oportunidad la importancia
de la permanencia de esta política, la claridad con que ha sido
formulada y concretada, la limpieza con que se ejecutó, toda
vez que los métodos se han ido perfeccionando, teniendo con ello
eco favorable". El párrafo siguiente agrega: "Según
las fuentes de la Comisión Municipal de la Vivienda, el propio
erradicado se ha ido convirtiendo en promotor de la erradicación".
Más o menos con la misma alegría y en el mismo diario,
el 20 de mayo de 1977, Del Cioppo aseguraba que el 51% de los villeros
eran extranjeros, proporción que en otro recorte del 25 de julio
de 1978, en La Razón, aparecía súbitamente inflacionada
por él mismo: 65%. En el ejemplar de Crónica del '77 hacía
observaciones igualmente científicas respecto de la villa 31
de Retiro: "Es un típico pueblo de Bolivia, hasta se vende
chuño". Y, refiriéndose a las villas en general añadía:
"Se vive en ellas por comodidad, ya que no se paga ni la luz, ni
impuestos de ningún tipo y hasta se instalan industrias".
La solución propuesta por el responsable era simple: "destruir
la estructura económica de las villas". En la página
siguiente del diario, el gobernador de la provincia, general Ibérico
Sant-Jean bramaba con mayúsculas: "DEBE HABER VIGENCIA DE
VALORES MORALES".
La campaña galopaba briosa por aquellos días. En la sexta
de Crónica del día anterior, 19/5/77, Del Cioppo embestía
así:
"Es necesario desmitificar lo que en estos últimos diez
años se ha venido diciendo y haciendo en relación con
las villas de emergencia... Hasta ahora nadie entró en las villas
para desentrañar lo que realmente se esconde detrás de
las necesidades de un 30 por ciento de los habitantes de las mismas,
que en los últimos años sirvieron de clientela política,
al amparo de una verdadera mafia que se alberga en ellas". De pronto
los villeros de "escasos recursos" eran sólo uno de
cada tres. Y de golpe, en la misma conferencia de prensa, Del Cioppo
dijo que el total de villeros de la Capital no eran 200 mil o 220 mil,
sino 270.000. Y algunos de ellos hasta tenía "un Falcon
77 y una camioneta".
Los afanes matemático-científicos de Del Cioppo se prolongaron
por años. En Clarín del 19 de mayo de 1981, el funcionario
disertaba así:
"Los resultados están a la vista. Producidas las erradicaciones
de las illas de Retiro y avenida Perito Moreno se produjo una sensible
disminución de los casos de tuberculosis y sífilis, y
también del índice de delincuencia".
Esta serie de extractos periodísticos no se expone aquí
sólo para ilustrar cuál era el discurso oficial de las
autoridades -no resistido por los medios, sino más bien verticalizado
y amplificado- sino también para poner en examen la validez de
sus verbosas cuantificaciones. Apuntan también a saber qué
pasó con los erradicados y sus cuatro presuntos alternativas
de destino, expuestas en el Libro Azul: traslado a terreno propio, retorno
a la provincia, retorno al país de origen, traslado por medios
propios. Por cada villa erradicada, el Libro Azul abruma con su balance
estadístico. Un ejemplo: para la villa del Bajo Belgrano, consumado
el desalojo, aparecen 441 familias derivadas a terreno propio, 166 idas
por sus propios medios, 65 que volvieron a la provincia y 43 que lo
hicieron a su país. Aparece un quinto rubro que el Libro Azul
no preveía: 306 familias trasladadas "a otras villas y NHT".
Si se concede graciosamente el deliz, el total de familias desalojadas
coincide con el total de las censadas: 2021. Lo central es que, de manera
abrumadora, las autoridades afirman que la enorme proporción
de familias erradicadas de todas las villas -en los parciales, siempre
un 71 a 73 por ciento del total- fueron ayudadas a instalarse en el
bendito "terreno propio".
Hora de detenerse en este particular.
A dónde fueron a parar.
La primera respuesta de Magtara es del tipo contundente:
-No. Ahí les llevaban y los dejaban tirados por la General Paz.
Y a los que habían comprado y alcanzaron a escriturar, les daban
tan poca plata que le alcanzaba para comprar quién sabe dónde,
una casita miserable. Después se arrepintieron y muchos volvieron
a algún terreno.
Lo mismo dice Johny Tapia respecto de los de Retiro:
-Los dejaban en cualquier lado, en unos pantanos, del otro lado de la
General Paz. Con el tiempo, los que pudieron demostrar que eran de la
villa, volvieron.
También el compañero silencioso del Sobreviviente C, en
la villa 21, recordando el caso de un vecino suyo:
-Lo cargaron en camión, lo dejaron en Lugano. A la semana lo
volvieron a cargar y lo tiraron en la 1-11-14, sin terreno ni nada.
Yo me fui a José C. Paz por mi cuenta.
Quizá el caso del barrio Rivadavia fue el más particular,
siendo que los vecinos habían pagado o venían pagando
por su vivienda. De manera tal que cuando llegó la CMV centenares
de familias se apuraron en vender hasta lo que no tenían para
terminar de pagar, tener la escritura y mostrarla a los funcionarios.
-Nos pidieron esa plata, nos dijeron: "En dos días tiene
que juntarla, si no, no tiene derecho". "¿Y todo lo
que pagué?". "No, todo lo que pagó no sirve
porque usted no canceló todavía". Ellos querían
echar a todos, al que no había escriturado y al que sí.
Muchos de los que ya tenían la escritura se fueron, por temor,
se fueron.
Hacia 1979 las autoridades se aprestaban a erradicar a un nuevo total
de 64.000 villeros más, el grueso de lo que faltaba. Pero ese
año hubo un cierto toque de inflexión y una demora en
los ritmos, reconocida con pesar en los balances del Libro Azul, página
86:
"En el gráfico comparativo siguiente puede observarse la
diferencia evolutiva de las erradicaciones efectuadas... El decrecimiento
operativo evidenciado en esta última etapa, es esencialmente
producto de dos factores principales:
1- El Movimiento Pastoral Villero, en conjunción con Cáritas,
inició en la segunda mitad del año 1979 su acción
en las villas, tendiendo a la obtención por parte del Estado
del pago de un subsidio a cada familia y la formación de cooperativas
de vivienda.
2- Encontrándonos en la última etapa del proceso se da
la existencia de un residual compuesto por grupos económicamente
imposibilitados de toda solución".
Efectivamente, era todo un problema ése del "residual compuesto"
y de las familias imposibilitadas, pese a las previsiones del principio
acerca de los "escasos recursos" de todos y a todo lo que
se había prometido en materia de créditos. Vamos primero
a lo de las promesas originales y luego iremos a la pastoral villera.
Según rememoran Marta Bellardi y Aldo de Paula en Villas Miseria:
origen, erradicación y respuestas populares, en mayo de 1978
el Estado dispuso un "sistema de apoyo pecuniario" para las
familias que iban a ser erradicadas. Se trataba de entregar un subsidio
de 12 pesos argentinos destinado exclusivamente al adelanto del pago
de un lote, con el compromiso urgido del beneficiado de abandonar la
villa en un plazo de entre 60 y 90 días. Se entregaban además
otros 18 pesos argentinos para cubrir los gastos en servicios de infraestrutura.
Los autores del libro se tomaron el trabajo de averiguar cuánto
costaba un terreno del Gran Buenos
Aires hacia agosto de 1978. Un lote en Moreno valía 50 pesos
argentinos, en Guernica valía 100. Los doce pesos del primer
subsidio equivalían a cuatro salarios mínimos de entonces,
el terreno de Guernica equivalía a 26 de esos salarios.
Sin embargo Del Cioppo había dicho en algún momento que
el 70% de los villeros estaban en perfectas condiciones de abandonar
los barrios por su cuenta. Algo fallaba, y en las páginas del
Libro Azul, ya hacia el final (página 99), cuando se hace repaso
de los créditos de los que se había hablado al principio,
los destinados a la compra de un terreno, se incluye apenas un único
parcial, el que corresponde al segundo trimestre de 1980.
Se habla de un total de 982 entrevistas efectuadas con los potenciales
beneficiarios, de 200 trámites iniciados y de 106 créditos
efectivamente ortorgados. No existen más explicaciones de por
qué aparece sólo ese parcial de 106 créditos otorgados
en el marco de un documento oficial de 114 páginas que pretende
sistematizar la historia de, hasta entonces, 145 mil erradicaciones.
Una última referencia acerca de la ayuda oficial y de aquel "plano
prototipo" con el que los erradicados, una vez optimistas sobre
su nuevo lote, construirían la casa propia. Bellardi y De Paula
hacen constar algo al respecto: la absoluta "inutilidad" del
plano. Cuando los ya ex-villeros, estuvieran donde estuvieran, concurrían
a las municipalidades para que les aprobaran los planos de construcción,
"eran echados sistemáticamente".
Siete-curas-villeros-siete.
Juan Cymes los vio llegar a unos cuantos, desde el otro lado de la General
Paz, en la villa Las Antenas de La Matanza, allí donde se había
refugiado. -No sólo que los vi llegar, los vi llegar a patadas.
Un domingo, en 1978 o 1979, vio cómo varios camiones se metían
por los fondos de la villa, en lo que hoy se llama la manzana 27. Llovía
y los camiones se pusieron a descargar: gente, muebles. Juan se preguntó
lo mismo que los vecinos de Las Antenas: "¿Qué hacen
estos? ¿Están trayendo gente? ¿Pero acá?".
-Era un contingente que habían erradicado de la 1-11-14. Los
dejaron sobre un terreno que entonces era puro descampado, entre las
villa y las vías.
Esos terrenos no eran parte de la villa, eran municipales. Los tiraron
sobre ese terreno pelado que con la lluvia se había hecho chocolate,
era una cosa inhumana. Y volvieron a los pocos días para llevarse
otra vez a algunos. Después, con el tiempo, esos terrenos fueron
las actuales manzanas 27 y 28.
Esta referencia que hace Juan Cymes, junto con todas las anteriorescontadas
por Magtara, Johny, el Sobreviviente C, son apenas una porción
minúscula del total. Muchas otras historias similares fueron
resumidas por
siete curas villeros en lo que fue un informe célebre: "La
verdad sobre la
erradicación de las villas de emergencia del ámbito de
la Capital Federal". Ese informe -precedido de uno anterior, junio
de 1978- fue fechado el 31 de octubre de 1980 y lleva al pie los nombres
de esos siete curas: Héctor Botán, de Villa Lugano; Miguel
Angel Valle, del mismo barrio pero de otra capilla; Daniel de la Sierra
(alias El Gallego), de Barracas; Rodolfo Ricciardelli, del Bajo Flores;
Jorge Vernazza, también del mismo barrio y otra capilla; José
Meisegeier, o Pichi, de la capilla Cristo Obrero de Retiro y Pedro Lephaille,
de Mataderos.
Es posible imaginar que más de alguna alta autoridad eclesiástica
habrá suspirado de irritación al recordar aquella autorización
del arzobispado de 1969, la que permitió oficializar de alguna
manera el trabajo de la Pastoral Villera. Porque, aunque sin recursos
y de manera sumamente precaria, esos siete curas -para usar la vieja
expresión española- metieron un jaleo importante ante
las autoridades, los medios y la propia Iglesia. Los siete curas y los
más que vulnerables núcleos de villeros resistentes, fueron
los únicos que a mediados de la dictadura se atrevieron a difundir
lo que estaba sucediendo, enfrentando la versión oficial. La
Pastoral Villera lo había intentado antes, ante el arzobispado,
todavía en 1977, pero el arzobispado recomendó lo que
a veces recomiendan los arzobispados: prudencia y sigilo.
Sin embargo, hacia 1979, las cosas estaban cambiando. Ya no imperaba
la glaciación política de los primeros años, la
tarea represiva de la dictadura estaba prácticamente finalizada,
los excesos de las erradicaciones habían ganado algún
mínimo espacio en la opinión pública.
Con lo que el arzobispo se decidió a enviarle una epístola
al señor intendente, fechada el 23 de agosto de 1979, en la que
expresaba su preocupación por la forma en que, según parecía
ser, se llevaban a cabo las erradicaciones:
"Estimamos imprescindible que se ponga especial cuidado en que
nadie utilice, consciente o inconscientemente, la presión, la
intimidación o cualquier otro estilo o forma de trabajo que pueda
quitar la paz y la calma para el trabajo fructífero".
Que el trabajo de la CMV a esa altura ya había sido lo suficientementefructífero
lo demostró acabadamente el Informe de los siete curas villeros,
un año después. Pero antes que el Informe llegara a la
opinión pública los medios fueron filtrando pequeñas
denuncias, conflictos y la permanente megafonería de la versión
oficial. Entre las denuncias, seguramente lo que ocupó más
espacio en los medios desde 1979 fue la conformación de la Comisión
de Demandantes, aquella que Johny Tapia y Efraim Medina Arispe motorizaron
desde lo poco que quedaba de la villa de Retiro y en la que Juan Cymes
también tuvo participación.
El padre Pichi, desde la piecita de arriba del almacén que tenía
en la villa de Retiro, pegado a la capilla, había conseguido
el distinguido amparo de la parroquia San Martín de Tours, gente
pudiente, como él bien define. Cáritas y la parroquia
lo apoyaron para iniciar proyectos de autoconstrucción en cooperativa
y salvar con ellos a la poca gente que quedaba en la 31, 70 familias
que terminaron siendo 44, contra las seis mil estimadas en el '76. La
creación de la cooperativa Copacabana fue fruto de ese tipo de
esfuerzos, lo mismo que otras como la Caacupé o la Madre del
Pueblo, motorizada por el padre Vernazza en el Bajo Flores y amparada
legalmente por el CELS. El vecino del padre Pichi, Johny Tapia, pudo
quedarse en la villa agarrado de ese solo hilo: el auspicio de Cáritas,
la protección de un espacio ínfimo del barrio en el que
quedaron unos pocos vecinos. Ese grupo de vecinos acudió a la
Asociación de Abogados y allí dieron con dos profesionales
solidarios y audaces que ya fueron mencionados: los doctores Victoria
Novellino y Horacio Rebón.
"Ellos nunca nos cobraron un peso; ponían plata de su bolsillo",
agradece Johny Tapia.
La estrategia de los abogados fue medianamente simple, si es que algo
podía ser simple en semejantes años. Consistió
en demostrar que la municipalidad de Cacciatore nunca había cumplido
la promesa de ayudar a los erradicados antes de quitarles la vivienda
y de quitárselos de encima. El jueves 27 de diciembre de 1979,
Crónica, en referencia a aquella causa denominada "Asunción
Soria y otros contra la Municipalidad de Buenos Aires", que representaba
los intereses de 32 familias demandantes, amaneció así:
"La Sala C de la Cámara Civil admitió un amparo interpuesto
por 32 familias afectadas por el plan de erradicación de villas
de emergencia y declaró la medida de no innovar. La decisión,
que implica 'la prohibición de demoler las viviendas' de los
villeros hasta tanto no termine el juicio, se dictó porque la
Municipalidad no cumplió 'la exigencia de crear condiciones para
que los desalojados puedan acceder a viviendas decorosas'".
De haber existido más Johnys Tapias, padres Pichis, abogados
y camaristas
así, las cosas hubieran sido algo distintas. El falló
sentó jurisprudencia y fue repercutiendo en cadena entre los
sobrevivientes de otras villas. El doctor Del Cioppo montó en
cólera. Especialmente cuando le preguntaron sobre los recursos
judiciales que venían presentando los villeros:
-Muchos de esos pedidos fueron firmados por gente que no sabe lo que
firma. La mitad de esas personas ya desistieron y abandonaron las villas.
Sin embargo hubo otros recursos de amparo, en la 21, en la 1-11-14.
En esta última villa, la del Bajo Flores, los sacerdotes Rodolfo
Ricciardelli y Jorge Vernazza, junto con Emilio Mignone, del CELS, venían
trabajando para proteger a la gente que quedaba por erradicar. Hacia
abril de 1979 ya venían haciendo cuentas para saber si podían
o no avanzar en el proyecto e creación de la cooperativa Madre
del Pueblo. En junio de ese mismo año, Mignone presentó
el recurso de amparo que firmaron 87 peticionantes. Las tierras en las
que vivían, decía Mignone, habían sido ocupadas
"no sólo con el expreso consentimiento y ayuda de las autoridades
municipales sino también con su apoyo". Los primeros pobladores,
agregaba, habían adelantado pagos por esas tierras y sus mejoras.
Aquel recurso prosperó, o al menos dio el tiempo suficiente como
para que prosperara el proyecto de autoconstrucción de la cooperativa
Madre del ueblo. Financiado en sus principios por una fundación
holandesa -y ésta financiada a su vez por un fondo proveniente
de un impuesto a los cultos religiosos, destinado a la ayuda social-,
aquel proyecto cooperativo nacido de una situación de extrema
vulnerabilidad, todavía vive. Osvaldo Oriolo, de profesión
ingeniero, presidió los primeros emprendimientos, de puro filántropo
y visitando las obras los días sábados. Aún a la
distancia valora la calidad y la ejecutividad con que se hicieron esos
barrios, construidos por los villeros mediante un sistema de autogestión.
Primero fue uno para 60 familias en San Justo, luego otro para 120,
en Merlo, y luego un tercero para más de quinientas familias
en Laferrere. La experiencia se proyectó -decíamos- hasta
el presente. Según repasa Oriolo, hasta hoy, aún con cambios
en el sistema, lo que nació como cooperativa Madre del Pueblo
suma 1500 viviendas construídas.
Rajá, "Cascarita", rajá.
A Víctor Sahomero también lo terminaron de salvar las
cooperativas. Pero antes le hicieron batir -con un fierro puesto en
la cabeza- todos los récords posibles, por la cantidad de veces
que lo rajaron. Víctor vendría a representar a esta altura
de lo leído la "quinta presentación" de villero
peleador y sobreviente. Si recién ahora aparece en estas páginas
es por lo que representa su historia de aquellos años y por lo
que hace hoy.
Fue en la villa de Retiro donde le pusieron Cascarita, porque se aparecía
con la piel de la cara paspada. Llegó con la madre y seis hermanos
en 1968
y el primer barrio en el que se instaló fue el Inmigrantes, donde
ya estaba su viejo. El tenía ocho años, la familia venía
de Salta y antes que eso, por línea paterna, de Bolivia. La madre
de Víctor falleció, el padre no pudo contener el desbande.
Víctor se rajó de la casa y a partir de ahí anduvo
por todos lados: en la calle, en el puerto, en el bar "El cura
gaucho" de la 31, del que sólo quedan restos, dando vueltas
entre los dirigentes portuarios, lustrando botas. Supo andar también
en la famosa guardería "Bichito de luz", de la 31,
y fue ahí o en otro lado que le enseñaron a pintar al
óleo. Comenzó a trabajar desde muy chico, no paró
de trabajar hasta ahora. Iba y venía a veces a la casa del viejo,
que trabajaba de albañil; anduvo con él por el barrio
YPF. Del YPF la familia pasó al barrio Martín Güemes
-siempre dentro de la 31-, hasta que en 1976 a esa casa los que ya se
sabe la tiraron abajo. Los trasladaron a una casa de chapa a cuya familia
ya habían desalojado.
Víctor siguió laburando. Anduvo entre otros lugares en
el mercado de ajos y cebollas, que por entonces funcionaba en los galpones
del ferrocarril San Martín. Hombreaba bolsas, por cada una agarraba
un ajo y una cebolla. Repartían con los compañeros. Al
cabo del tiempo se hizo unos mangos, compró o levantó
un casita. Era de material, de nuevo en el Inmigrantes, cerca de la
escuela Albert Schweitzer. La noche del 23 de abril de 1978 Víctor
fue a festejar su cumpleaños en la escuela. A eso de las siete
de la mañana volvió a la casa. La casa no estaba más:
acababan de demolerla, a la suya y a la otra que se había hecho
una de sus hermanas. Víctor pretendió retobarse. Le pusieron
un fierro en la cabeza, lo cagaron bien a palos. De las casas sólo
pudieron rescatar algunas chapas y tirantes. Los de la CMV ya habían
subido algunas cosas al camión. Los subieron a ellos, los tiraron
en los fondos de Retiro. Al tiempo los sacaron, los volvieron a subir
al camión, los tiraron en la manzana 18 de la villa 20, en Lugano.
Si desde un primer momento los pesados eligieron ensañarse con
Cascarita no fue por casualidad. Víctor se había metido
en la Comisión de Demandantes de Retiro, era el más pendejo
de todos ellos. El día de su cumpleaños, cuando le tiraron
la casa abajo, cumplía los 18. En la Comisión comenzó
a conocer a otros dirigentes, el Papy Caballero, Salvador Herrera, Juan
Cymes. El dice que fue natural que se metiera con ellos, "porque
el villero no piensa para sí solo, piensa para sus vecinos".
Y aunque reconoce que tuvo miedo, dice que no fue tanto: "porque
era inconsciente, de pendejo que era. No tenía conocimiento de
lo que hacía".
A la hora de ir y venir de las reuniones, Víctor hacía
lo que los demás.
Sabía que lo seguían pero conocía mejor el terreno.
Así que elegía el mejor pasillo a la hora de despistar.
De todas maneras lo agarraban dos veces por semana; le hacían
averiguación de antecedentes, lo metían en cana, lo tenían
de hijo. La rutina no se interrumpió cuando lo echaron de la
villa de Retiro para siempre. Ni bien lo tiraron en la manzana 18 de
la villa 20, a Víctor lo volvieron a cagar bien a palos y le
dijeron clarito:
-Acá, pendejo, nada de organizar nada ni de armar quilombo.
Los tipos sabían bien lo que hacían, gente seria. Víctor
siguió en la misma: laburando, participando en las reuniones
con los vecinos. Volvió a levantar la casa, otra vez de material.
Llegaron los otros, se la volvieron a demoler. Lo tiraron en la manzana
6 y con el tiempo pasó lo mismo: llegaron, demolieron, lo rajaron.
Al menos la tercera manzana en la que lo tiraron, la 12, fue la vencida.
Aunque de vez en cuando volvía a pasar: Víctor saliendo
de un partido de fútbol y de pronto aparece la cana y le dice
"Contra-la-pared-carajo". Algunos amigos o conocidos prefirieron
dejar de verlo. El asunto es que desde entonces él vive ahí:
en la manzana 12, casa 22. Con su mujer y con sus cuatro hijos. El mayor
ya tiene 16 y pasó a quinto año. "Muy bien el chango",
dice Víctor.
Y ahora a explicar la primera línea de esta historia. En la 20
de Lugano hoy viven 28 mil personas. En el '76 eran unas 4300 familias.
El Proceso las redujo a 800 hacia 1980. Para el '82 eran unas 40 o 50.
Esas pocas familias pudieron quedarse tanto por los amparos judiciales
como por las dos cooperativas que formaron los vecinos: la "5 de
noviembre" y la "18 de febrero".
Víctor, que ya no es más Cascarita -eso fue en Retiro-,
es empleado municipal. De siete a once de la noche dice que trabaja,
porque al regreso del trabajo se dedica a otra cooperativa más,
la "25 de marzo". La cooperativa ya es propietaria de nueve
manzanas. Por estos mismos días, con la CMV, sus integrantes
discuten la cuestión de los lotes, los planos, la construcción
ordenada. Como las otras dos anteriores, la "25 de marzo"
se llama así en homenaje a la fecha de su fundación.
-Y mirá qué casualidad -dice-. El 25 de marzo es la fecha
en que mataron a Alberto Chejolán. 25 de marzo de 1974.
-¿Le van a cambiar el nombre a la cooperativa?
-No, pero estamos pensando en ponerle "Alberto Chejolán"
a un pasaje.
Dice Víctor que aunque a su padre le costó contener a
los hijos, al punto que él fue chico de la calle, hay cosas que
mamó del viejo, como las ganas de trabajar con la gente. Y agrega
que en realidad eso viene de lejos, de la abuela boliviana que ya armaba
quilombo en Talara, su pueblo de Cochabamba.
De regreso a la escena.
Estábamos con la escena en la que Del Cioppo montaba en cólera,
por culpa de los demandantes villeros que no sabían lo que firmaban.
Aquella frase aparece en la ya citada nota de Clarín del 19 de
mayo de 1981, en la que el funcionario abundaba sobre el fin de la sífilis,
la tuberculosis y la delincuencia. El Clarín de ese día
da alguna pequeña pauta de que las cosas se le estaban poniendo
espesas a la dictadura. Por un lado el general Viola diciendo (páginas
2 y 3) "Se reactivará el aparato productivo". Por el
otro las páginas interiores con el título "Suspensión
masiva en una planta automotriz". La información hablaba
de Sevel, pero también de suspensiones en Materfer, cesantías
en IKA-Renault y despidos en Metalúrgica Tandil.
Con todo, la especialidad de Del Cioppo era otra, la de los planes erradicadores,
y la de hacer balances de lo bien que andaban las cosas en su área.
Sólo quedaban 3500 familias de villeros por erradicar, anunciaba
el hombre. "Las dificultades en el cobro de los créditos
de apoyo responden a problemas culturales", explicaba. "Se
dio a los villeros apoyo técnico, asesoramiento para la compra
de terrenos, transporte gratuito de materiales y enseres, traslado de
grupos de trabajo, créditos de fomento de ínfimos interés
y largo plazo". Algún periodista se animó a preguntarle,
¿cómo es eso que se dice, que están apareciendo
nuevos núcleos de villas en el conurbano?
-Por ahora hay que crear una frontera en la General Paz-, decía
Del Cioppo, más o menos como Alsina vislumbrando la zanja contra
el indio.
Pero ocurría que hasta los intendentes del conurbano -desde San
Isidro a Almirante Brown y de La Matanza a General Sarmiento- comenzaron
a protestar por la cantidad de villeros que les estaban lloviendo. Llegaron
a registrarse hasta cuasi enfrentamientos armados entre personal de
la CMV y el Ejército, de uno y otro lado de la zanja de Alsina
o General Paz. En Merlo, el intendente/brigadier llegó a emplear
vehículos y helicópteros para impedir una curiosa "toma
de plaza" de camiones de la CMV cargados de erradicados. El gobernador
bonaerense salió a "lamentar" las políticas
"parciales" de la comuna porteña y también espetó:
"Digo con una crudeza un poco irónica que no tengo a quien
pasarle las villas de emergencia. Entonces debo resolver el problema".
El gobernador/general Gallino pudo haberse inspirado en el ilustre ejemplo
tucumano de su colega general/gobernador Domingo Bussi, que también
expulsaba pobres en camión y los dejaba en Santiago o Catamarca.
Amén de lo escrupuloso que era para pintar menhires indígenas
de celeste y blanco.
Letra y sangre.
Los siete curas villeros, cuando redactaron su Informe sobre la erradicación,
no se anduvieron con chiquitas:
"Las razones en que se basó este tremendo operativo fueron
en el fondo meramente estéticas, edilicias y mezquinas: las villas
miseria afeaban la ciudad y había que recuperar terrenos para
la comuna. Las ordenanzas municipales que lo determinaron no se cumplieron
respecto a ninguna de las
inexcusables previsiones que en su letra tenían acerca de los
erradicados: ni se hicieron loteos, ni se tomó ninguna medida
activa en orden a 'crear las condiciones para que los grupos familiares
puedan acceder a una vivienda decorosa', ni se prestó la 'ayuda
pecuniaria' de la que en ellas se hablaba, ni se otorgó ninguna
clase de subsidios".
Era un lenguaje bastante más que frontal como para que la cúpula
de la Iglesia se atreviera a ampararlo. Los siete curas, antes de difundir
nada, debían respetar las reglas de la casa y pasarle el documento
al arzobispo, cosa de que lo aprobara. Como era de prever, cuando el
arzobispo Aramburu recibió el documento -veinte páginas
y vehementes-, acudió a un ardid típicamente vaticano.
Dijo: "Esto no fue protocolarizado". Y pretendió dormirlo
en un cajón. Pero los siete curas persistieron. Dijeron que ésa
era la tercera vez que hablaban del tema con el hombre. Por lo que hicieron
llegar el documento a la prensa.
"Nosotros, un pequeño grupode sacerdotes, sin apoyo ni medios,
no hemos podido montar una oficina con personal y recursos para elaborar
cifras y estadísticas. Pero hace más de diez años
que trabajamos en estas villas y desde hace ya más de tres, que
diariamente hemos tenido que escuchar y compartir las angustias de miles
de erradicados; hemos visto con nuestros propios ojos centenares de
familias realojadas de una villa a otra, en condiciones cada vez más
miserables; hemos visitado varios lugares del Gran Buenos Aires donde
se levantaron nuevas y peores 'villas' con los erradicados de la Capital
Federal".
"Para dar cifras -decían los curas- habría que rastrear
todo el Gran Buenos Aires". Sin embargo se las ingeniaron muy bien
para dar unas cuantas pautas de lo que decían, refiriéndose
puntualmente a lo que pudieron relevar e incluyendo fotografías
de lo que describían:
-En González Catán, sobre ambas márgenes del arroyo
Las Víboras, en su cruce con la ruta 21, una flamante y muy miserable
villa.
-En Lomas de Zamora, inmediaciones de Villa Albertina, cantidad de casillas
recientes agregadas a las que ya existían.
-En Isidro Casanova, barrio San Alberto, el antiguo Núcleo Habitacional
Transitorio de la calle San Petersburgo. "Muchos lo pronosticaron:
dichos núcleos, por su exigua y precaria construcción,
se convirtieron en nuevas 'villas'... En ellos han sido ahora 'reubicados'
muchos de los actualmente erradicados, donde están en iguales
o peores condiciones que las anteriores. Con el agravante de que a los
allí trasladados no se les permitió llevar sus antiguas
pertenencias, ni chapas, ni maderas, ni ladrillos... y deben además
pagar una especie de alquiler, alrededor de los $100.000".
-Dentro mismo de la Capital Federal, en la 'villa' llamada 'Ciudad Oculta'.
Muchos de los erradicados, continuaba el documento, quedaron en terrenos
con sus chapas y maderas, a la intemperie, "sin ningún tipo
de construcción en la que pudieran albergarse". "Muchos
fueron también los que, ante la desesperación de quedarse
sin techo, se endeudaron bajo condiciones leoninas, con la compra de
un terrenito que, durante largos años, tendrán que pagar
en cuotas cada vez más elevadas, y con la amenaza siempre pendiente
de perderlo".
El párrafo más célebre del informe fue el que decía
esto:
"Por lo tanto, todas estas familias expulsadas de las villas de
la Capital Federal han sido trasladadas con su ilegalidad y su miseria
(subrayado en el original), a los municipios del Gran Buenos Aires.
Con el agravante de que la infraestructura, los servicios y los recursos
de estos municpios para asimilar estos nuevos contingentes de población
son muy inferiores a los de la Ciudad de Buenos Aires, la que, por otra
parte, recibe la casi totalidad del aporte laboral de todos ellos".
Valía la pena que los siete curas villeros entregaran el documento
a la prensa, salteando alguna vaticana regla. Supieron a los pocos días
de la difusión del informe que el brigadier Cacciatore tronó
-"Esos no son curas, que los rajen"- y que presionó
sobre la Iglesia para que los echaran a patadas. Monseñor Aramburu
fue más prolijo: aplicó sobre ellos lo que se llama una
"amonestación canónica" -tarjeta amarilla, se
apura a traducir el padre Pichi-, cosa que los sacerdotes soportaron
dóciles y felices. Según escribió Emilio Mignone
en su libro Iglesia y dictadura, los vicarios que transmitieron la sanción
explicaron a los siete curas que sus pataleos habían enturbiado
una negociación importante entre arzobispo y municicipio: subsidios
para la adquisición de una residencia, en la que el arzobispo
aspiraba a residir tranquilo. Nada demasiadado grave. El padre Pichi
recuerda que al poco tiempo al Gallego de la Sierra -que ya había
desafiado a Cacciatore en el programa televisivo "Almorfando con
La Chona"- se le ocurrió organizar un trueque de juguetes
bélicos por pelotas, para lo cual convocó al premio Nobel
de la Paz y reverendísimo subversivo Adolfo Pérez Esquivel.
Lo desterraron al toque, pero no muy lejos: quedó en Quilmes,
con el obispo Novak.
Más allá de todo esto que hoy se pueda contar con alguna
amabilidad, más
allá del tiempo transcurrido y de las historias expuestas hasta
aquí, todavía hoy el informe de los curas villeros resulta
desgarrador. Especialmente las diez carillas escritas en una tipografía
trabajosa y menuda, en la que los sacerdotes volcaron decenas de historias
de erradicados que ellos mismos se ocuparon de registrar y hasta de
fotografiar. La vieja marca de Cristianismo y Revolución parece
estar presente en la forma en que resumieron esas historias, de las
que aquí sólo reproducimos dos, sin entorpecerlas con
comillas.
-Ramón Antonio Vázquez (DNI 7.102.652) vive en la casilla
Nº 483 de la Villa de Emergencia Nº 21 de Barracas. Trabaja
como changarín en diversas panaderías de la Capital. Gana
$18.000 por día. No consigue trabajo a causa de su edad -49 años-
y de su enfermedad -tuberculosis pulmonar-. Tiene un hijo de corta edad,
que también está enfermo e internado en el hospital Tornú.
El domingo 15 de junio, a las 10 de la mañana, un empleado de
la Comisión Municipal de la Vivienda se acercó a su casilla
exigiéndole que tenía queabandonalarla e irse. Al responderle
el interesado que no tenía dónde ir a vivir, y que además
estaba enfermo, dicho empleado le empezó a dar puntapiés
y trompadas, mientras le decía que "le iba a llevar preso
y le iba a quemar el rancho con todo lo que tenía dentro".
-El día 9 de junio de 1980, siendo aproximadamente las 21.30,
dos empleados de la Comisión Municipal de la Vivienda se hicieron
presentes en la Casilla Nº 522 de la Villa de Emergencia Nº
21, ocupada por Valentina de Alcaraz (DNI 92.213.160) con su familia.
Los dos empleados municipales se hallaban en estado de ebriedad, a juzgar
por su incoherencia en el hablar y por su dificultad para tenerse en
pie. Traían en un fuentón botellas de vino, paquetes de
harina y sachets de leche.
Después de entrar en la casilla de la nombrada sin llamar ni
pedir permiso, le pidieron que les regalara alguna botella de coca-cola.
Al negarse la vecina a darles la bebida, le amenazaron diciéndole
que la iban a desalojar en 78 horas. Al salir de aquí se fueron
a otra vivienda cercana, la casilla Nº 497, habitada por María
Inés Carballo (C.I. Prov de Misiones Nº 195.628), quien
en ese momento no se encontraba en casa. Después de patear la
puerta repetidas veces, y para que no la tiraran abajo, les abrió
la hija, Teresa de Jesús Carballo, a quien le hicieron el mismo
pedido de coca-cola que habían hecho a la anterior. Como se negara
a entregarles la bebida, la agarraron por un brazo y se lo retorcieron,
la empujaron contra la pared y amenazaron golpearla con una botella
de vino vacía que traían. Al salir un hermano más
pequeño gritando y pidiendo auxilio a los vecinos, los empleados
municipales abandonaron la casilla.
Son sólo un par de testimonios de la previa a las erradicaciones.
Le siguen más adelante lo que cuentan los ya depositados, más
allá de la General Paz. Es oportuno citar ahora de manera completa
una frase ya anticipada del comisario inspector Lotito:
-Siempre que se opera hay sangre. En este caso de la erradicación
de las villas de emergencia pasa lo mismo. Se trata de un cedazo social.
Alguien lo tiene que hacer. Acá siempre se critica al que hace
algo. Son los riesgos que se corren en la función pública.
Bastante más atrás en este trabajo, se mencionó
a Sarmiento. Queda claro
que los que en 1976 pretendieron aplicar sus buenas ideas, apelando
a terceros o convirtiéndose ellos mismos en mazorqueros, antes
que a la civilización trajeron la barbarie.
En las páginas postreras del Libro Azul están los resultados
finales recopilados por los funcionarios de la dictadura. Esa recopilación
está precedida por este título: "Costos". "Costos",
equivale a camionadas. Sólo para el período enero/mayo
de 1980 figuran 1872 familias erradicadas (106 eran los créditos
otorgados) a un "promedio", demorado por culpa de los curas,
de 12,48 erradicaciones diarias. La CMV debió implementar 2.217
viajes de camiones con baranda cuyos motores estuvieron funcionando
durante 75.901 horas (y treinta minutos). Los camiones volcadores rodaron
1.749 veces, empleando un tiempo de 39.202 horas. Los rastrojeros: 1.154
viajes, 13.817 horas rodadas (con treinta minutos). Las palas mecánicas
fueron usadas en 88 ocasiones, a lo largo de 5.603 horas.
En algunas cosas los funcionarios eran puntillosos.
Que digan dónde están.
Con los años las herramientas de la estadística y de las
ciencias sociales dieron la razón a lo que los siete curas villeros,
ayunos de laboratorio pero conocedores del terreno que pisaban, dijeron
en su informe. Los números demostraron antes incluso de la retirada
de la dictadura que los partidos más alejados de la Capital Federal
experimentaron un crecimiento de población, especialmente de
familas hacinadas en viviendas precarias.
La Matanza captó la mayor proporción de erradicados (21%),
seguido por Lomas de Zamora (9,6%), Merlo (8%), Moreno, Quilmes, General
Sarmiento y Florencio Varela. En el año 1981 comenzó a
producirse en varios de esos partidos un nuevo fenómeno social:
el de la formación de asentamientos.
Para las autoridades porteñas, sin embargo, no cabía duda
de que el vasto plan erradicador había sido exitoso. Si se tienen
en cuenta las intenciones oficiales y de qué manera las autoridades
habían abundando en el asunto de los "fracasos" de
otros gobiernos, no cabe duda de que tuvieron razón. De 13 villas
que existían en el '76, y que abarcaban al 91% de la población,
tres fueron barridas y las demás reducidas poco menos que a cenizas.
Para cuando la CMV hizo imprimir el Libro Azul, los datos al 30-6-80
indicaban que sólo faltaban 25 mil villeros por erradicar (sin
incluir los NHT y barrios como el Rivadavia). Al año siguiente
las autoridades decían que sólo quedaban 3500 familias
villeras en toda la ciudad. Manipulando una vez más las cifras,
en agosto de 1980 el gobierno intensificó la campaña publicitaria:
"En la Capital vivían en 1976 165.000 personas. El 76% -123.000-
viven actualmente en casa propia".
Antes habían partido de otros números iniciales: entre
225 y 270 mil. Aquel despliegue publicitario era parte de una campaña
de grandes avisos oficiales que estaban encabezados con el slogan "¿Por
qué Argentina Camina?". En distintos momentos esas campañas
-diseñadas por agencias privadas nacionales y extranjeras- adoptaron
diversos formatos, dependiendo de la época. Una decía:
"Si la Argentina es hoy uno de los mejores países del mundo...
¿Por qué tenemos problemas?". O su variante:
"El mundo tiene cinco grandes problemas (cinco dibujitos indicaban:
exceso
de población, falta de alimentos, problemas raciales y religiosos,
escasez de energía, economías estancadas con desempleo).
La Argentina no tiene ninguno. ¿Entonces?". Hacia fines
del Mundial '78 había sido el enorme "Estoy orgulloso".
Y un año antes: "Unámonos... y no seremos bocado
de la
subversión" (ilustrado con el dibujo del mapa argentino
puesto sobre un plato y, a los lados, el tenedor y el cuchillo).
Las estadísticas oficiales que se heredaron, siempre con su margen
dudoso,
indican que hacia 1983 sólo quedaban entre 3500 y 12.600 villeros
en toda la Capital. Es muy posible que las autoridades "inflaran"
el número de erradicados ya que a los efectos de su estrategia
de marketing político -lo que implica decir: para ganarse la
aprobación de buena parte de la sociedad- el éxito erradicador
las prestigiaba. Como los siete curas villeros que se dedicaron a registrar
padecimientos, sin "técnicos" a los que recurrir, Juan
Cymes también es conocedor del terreno y relativiza las cifras
oficiales. Repasando y sumando más o menos de memoria cada uno
de los parciales por villa, Cymes cree que al cabo de la dictadura todavía
quedaban entre 15 y 20 mil villeros. Y sospecha que hoy rondan los 150
mil.
La sospecha nos lleva a la asunción de Raúl Alfonsín,
los años de la democracia y al presente, comenzando por una intervención
de Magtara:
-Nosotros vimos a algunos que volvieron al barrio, o los hijos. Eso
pasó una vez en tiempos de Alfonsín: que tomamos los terrenos
pero con permiso de una funcionaria. Le pedimos que los hijos nuestros,
que vivían amontonados en la misma casa, o los hijos de los que
les tiraron la casa, pudieran tomar esos terrenos. Ella de palabra nos
dijo que sí, que después nos iban a regularizar. Y todas
las noches teníamos que salir a la calle, a avisar a la gente,
para cuidar esos terrenos. Formamos una comisión. A los que querían
entrar, primero le hablábamos de buen modo. Les decíamos
por ejemplo: "No, ustedes tienen casa en Laferrere; no pueden venir
a estos terrenos. Los van a limpiar los hijos nuestros o los hijos de
los que les tiraron las casas".
El mismo regreso de viejos y nuevos vecinos fue comprobado por Johny
Tapia en Retiro o por la gente de la 21 en Barracas. En su libro La
fuerza histórica de los villeros, Juan E. Gutiérrez, que
ya en los años democráticos supo ser cura villero en la
villa 15, y que conoció alguna razzia monumental como la de octubre
de 1987, repasa con una mezcla de perplejidad y consternación
cómo a su llegada a la villa los vecinos se reiteraban en testimonios
sobre erradicación y repoblamiento. Cita entre otros el relato
de la hermana Teresa Mauro, aparecido en una revista católica:
"Yo llegué en el año 1979 y había unas 1345
casas; con las erradicaciones quedaron unas 200. Después, hacia
fines del Proceso, comenzamos a crecer otra vez. Ahora hay 2000 casas".
Gutiérrez comenta también cómo le sorprendió
lo que sucedía en la 15, cada vez que "llegaba la Navidad
o el Año Nuevo y los vecinos se reunían en las calles
para festejar juntos". Los vecinos se reiteraban en el diagnóstico:
..."la villa no es como era antes"...; "antes podíamos
estar juntos"..."; "antes las casitas eran de puertas
abiertas, ahora hay rejas y todos desconfían de todos"...
Así como en el conurbano, desde 1981, comenzó a crecer
el fenómeno de los asentamientos y tomas de tierra, en Capital
muchos de los expulsados -de las villas, de hoteles e inquilinatos,
de las casas que alquilaban o de las que fueron demolidas para la construcción
de autopistas- comenzaron a tomar viviendas. Existieron casos puntuales,
como el de las manzanas que iba a ocupar la autopista AU3, que analizaron
Hilda Herzer y otros investigadores en un trabajo sobre ocupación
de inmuebles. Es en ese tipo de lugares donde comenzarían a mezclarse
los tantos. Pistas de lo que con los años se llamaría
"la guerra de pobres contra pobres". Pistas también
de cierto chiste anclado en el imaginario popular, el del cartel en
la villa que dice "Bienvenida clase media". Uno de los ocupantes
de esa zona, decía:
-Aquí está todo mezclado... había venido mucha
gente de afuera, de villas.
Esta zona se había puesto terrible, terrible.
En una nota de El Porteño, de 1984, dedicada a los habitantes
de esas manzanas semivacías de Coghlan, Villa Urquiza y Saavedra,
un joven padre de familia era sintético:
-Yo, si encuentro algún lugar, agarro y, pum, me meto.
Más allá del fenómeno puntual de las tomas de inmuebles
públicos o privados -unas 500, sólo entre las judicialmente
denunciadas, a fines de los '90- en todas estos años, como quedó
dicho, las villas se fueron repoblando, cargando viejos y nuevos problemas,
viejos y nuevos miedos.
Los efectos del terror fueron devastadores y a ellos se sumaron los
del punterismo político. El padre Pichi, que hasta 1992 vivió
en la piecita de arriba del almacén, dice sobre las villas de
Retiro que están "hiperfragmentadas, hiperclientelizadas.
Internas de internas de internas". El Sobreviviente C oscila entre
dos posturas. En uno de los papeles escritos a mano para la entrevista
asegura entre signos de admiración que "no es cierto que
(el militarismo, el terror) genere corrección y miedo en la población.
¡También son un desafío que generó rebeldía,
respuesta contestaria, puebladas reivindicativas!". Pero ya más
calmo, en la conversación personal, su fiereza combativa da paso
a un quiebre igualmente fulero que tiene que ver con lo que ve a su
alrededor como efecto del miedo, la pobreza y el clientelismo, el aislamiento
de la gente y una necesidad de salvación personal que denomina
"el virus de la atomización".
Testimonios de militantes villeros contemporáneos, rescatados
de una nota de la revista 3puntos sobre elecciones y pobreza, publicada
al filo del cambio de milenio:
"Acá es cosa de todos los días pero ocurre con todos
los partidos, incluso los más progresistas. Abren un kiosco nada
más que para las internas o las elecciones. Vienen con sus coches
cero kilómetro y sus combis y hacen una vil compra del voto por
una bolsa de mercadería. El puntero cobra por
eso".
"Es que nosotros laburamos siempre y los punteros laburan un año
o seis meses antes de las elecciones. Vienen con su paquete de arroz
o azúcar y lo destruyen todo. Es tanta la miseria. Se nos acerca
gente de todo tipo para salvarse como concejal, gente que puede estar
al pedo, haciendo política entre comillas hasta las tres de la
mañana. Pero lo que hacen los punteros con los aparatos no es
política, política hace el FMI y todos los pulpos. Los
punteros hacen migajas".
"Hay un pibito que ya aprendió todo. Si vienen los menemistas
canta "Menem lo hizo"; si asoman los de la Alianza, canciones
de la Alianza; y si cae la izquierda entona Aprendimos a quererte...
Sobrevive así, se liga unas monedas".
"Nosotros queremos continuidad, no regalamos paquetes de arroz.
Y tratamos de sobrevivir en un barrio donde hay alcohol, droga, sida
y gente que viene a prometernos cosas. Además de que tenemos
que trabajar y mantener a nuestra familia, peleamos con los punteros
y tenemos que ser punteros en nuestra familia. ¿De qué
vale que seas un buen puntero si como padre sos un sorete?".
Juan Cymes oscila en su respuesta, un poco como el Sobreviviente C,
aunque de manera menos extrema. Reconoce por un lado que, después
de largos años de castigo, "la gente no quiere ni oir hablar
de organización", dice que pese a todo "no consiguieron
quebrarnos" y establece una dualidad entre cierta "dignidad"
en los niveles organizativos a los que suelen llegar los villeros -a
menudo destruidos por las intervenciones institucionales y partidarias-
y el contenido o propuesta de esas mismas organizaciones. Magtara Feres,
siempre hablando de los cambios y los miedos en la gente, da su versión,
dulce y coqueta, de buena vecina del barrio:
-En ese tiempo comenzó a entrar la droga. Yo no sabía
que existía la droga. Decían que existía pero entre
la clase alta. Los chicos jóvenes comenzaron a cambiar, quién
sabe si para perder el miedo. Era un barrio pobre que no era para droga.
Los chicos terminaron drogadictos, muertos, muertos por SIDA, o por
la droga, o por la policía. Eso fue fundamental, fue una cosa
de terror. Porque quedó una marca que nunca más se fue.
Porque jamás el barrio volvió a ser lo que era, ni la
gente. Porque después, cuando se volvió a poblar, ya la
gente no era igual, era desconfiada, habíamos perdido todo lo
bueno. El barrio era tan honesto. Siempre digo que podíamos dormir
con las puertas abiertas. El más pobre te venía a pedir,
"No tiene un pan" o a algo así, pero no te iba a robar.
Cambió la gente..., cambió.
En aquella nota ya vieja de El Porteño del año 1986, en
plena conversación con el dirigente Efraim Medina Arispe, aparecía
una larga secuencia en la que se describía la irrupción
en la charla de una familia recién llegada a la villa. Un muchacho
boliviano de apellido Zambrano acababa de entrar en la 31 con una chata
en la que transportaba la casilla y cinco hijos argentinos. En la larga
negociación, que oscilaba entre lo dramático, lo cómico
y lo terrible, Medina intentaba vanamente desalentar la instalación
de Zambrano, pidiéndole documentos, repasándole las historias
de la dictadura, aludiendo a las maldades que pudieran hacer la policía
y el juez. Pero insistía mansamente Zambrano, pidiendo nada más
que un terreno donde instalarse, "un pagüiche como se dice,
¿no?". Resistió Medina hasta donde pudo y el cronista
no pudo conocer el desenlace de la conversación,
salvo por lo que pudiera anunciar un párrafo final:
-Nosotros acá hemos hecho todo lo que se puede. Le hemos ayudado
a la gente acá en la villa a que se acomoden biencito; ya no
queremos que sea villa. Sino que sea un barrio de trabajadores, ¿no?...
Entonces yo quisiera por mi parte, le pido, vaya un ratito a la 46.
Si se compromete a que no tenga lío usted y el otro que está
metido, encantado.
Pasaron quince años desde entonces, y 25 desde la instauración
de la dictadura. Hay un similar trasfondo al que alude Magtara, sobre
el final de la conversación, junto a Johny Tapia, al que siguen
sin alcanzarle las raciones para el comedor popular bautizado con el
nombre de Mugica. Es cuando Magtara dice, ya fuera de grabación,
y refiriéndose siempre a los cambios sufridos por el país:
-Antes nos despertábamos cuando pitaban las fábricas.
Ahora están todas cerradas.
Eduardo
Blaustein Prohibido
Vivir aquí Una
historia de los planes de erradicaciónde villas de la última
dictadura para la Comisión Municipal de la Vivienda
(CMV) GCBA - 2001.
Fotos
de tapa y retratos Cristina Fraire
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