Es
temprano y aún fresco en una de esas raras mañanas apacibles del verano
que se acaba. El taller de Claudia Aranovich desborda de trabajos que
articulan en forma caótica el pasado y presente de su hacer. Pero en
una pequeña maqueta sobre la mesa, extrañamente todo eso asume otro
orden y otra dimensión
Allí, en ese diminuto habitáculo ha sido condensada toda esta exhibición.
Le
pregunto por algunas piezas apartadas en un rincón y me responde que
no son nuevas, que ya tienen sus años. Y sin embargo, es curioso cuánto
se parecen a otras que sí lo son. Hay un corazón de vidrio y otros de
resina que parece bronce. Un par de máscaras, también de resina, que
engaña igualmente la mirada en su paremtesaco con otro material. Un
cono que crece en el interior de un prisma, semillas, valavas gigantes,
anteojos y máscaras de trabajo.
Ella
se queja de lo sucio que es trabajar con resina pero elogia su transparencia
-acaso también su capacidad de simular otra cosa-, pero sobre todo la
posibilidad de trabajarla capa sobre capa y poder corregir. Odio lo
irreparable, lo que no se puede enmendar, dice.------ Pero extrañamente
sus máscaras no sólo remiten a un doble sino a lo único irreparable:
la muerte. O quizá más precisamente, a esa antigua costumbre de conservar
el rostro de los muertos en una última imagen que se impondrá a ella.
Es
curioso: para los griegos antiguos la palabra imagen -eidolón- empezo
por aludir al espíritu de los muertos después significó retrato, imagen.
Así el alma del difunto paso a ser sustituída por su representación.
En verdad, morir para ellos no era dejar de respirar sino ausentarse
de la mirada del otro. Hoy nadie muere definitivamente mientras se conserva
su imagen. Y de algún modo, al hacer visible lo invisible la imagen
repara la muerte. Pero si re-presentar es hacer presente lo ausente,
durante mucho tiempo -más precisamente hasta la aparición de la fotografía
- eso fue un privilegio de pocos.
Acaso
por ello, en las obras de Claudia Aranovich hay muchas fotos. Imágenes
de familia que emergen como del fondo de un pantano, mecidas por una
cuna de musgos y algas. Una de esas obras se llama "Raíces en el mar
de los recuerdos" y justamente trae a la superficie del presente el
remolino de sueño de las generaciones que no están. El pasado no es
definitivamente pasado en tanto retorna en ese vaivén que lo exhuma.
Hay algo en la obra de esta artista profundamente ligado a la noción
trasmutación y continuación que la vincula insistentemente con lo orgánico
pero fundamentalmente con la persistencia de la vida. Semillas gigantescas
que parecen funcionar como escudos de la creación, formas que crecen
hasta hacer estallar el ámbito que las contiene, transparencias que
nacen de opacidades y figuras humanas en permanente tránsito.
Todo
viene junto y lo uno tras lo otro en el pensamiento de Aranovich que
vuelve visible lo invisible. Lo que fué y lo que está por venir, como
en las fotos de Muybridge que le sirven para extraer sus modelos humanos,
en una articulación del tiempo que pasó con el que queda y también con
el que vendrá.
En ese sentido, su obra se organiza en torno del principio de devenir;
porque no apunta a una esencia ni permanece estable en el tiempo o en
el espacio. Pero lo suyo no es una movilidad real sino metafórica, un
desplazamiento llamado a "enmendar" lo irreparable de la muerte en la
continuidad de la memoria y la vida.
Y ésta es, como presentimos, el conjunto de fuerzas que se resisten
a la muerte, se diría que la imagen, que nace de ese poderoso desafío,
es la encarnación misma de esa fuerza vital. Un activador que, en Aranovich
permuta y recompone lo perdido. O como prefería Baudelaire: que es capaz
de ligar nuestra imaginación con el infinito sustrayéndonos de la melancolía.